Jaime Noguerol
EL ÁNGULO INVERSO
La mirada sabia del barman
Cada año, con la llegada del calor, no solo suben las temperaturas. Las ciudades se convierten en un carnaval involuntario donde el nivel estético desciende hasta cotas de alarma sanitaria. Las temperaturas suben, la tela escasea… y con ella la dignidad. De pronto, el pantalón corto se erige en uniforme oficial, no ya de playas o piscinas, sino de oficinas, restaurantes de mantel blanco, actos oficiales e incluso funerales. Ese rectángulo de tela invade el espacio público con la misma agresividad que el calor pegajoso.
Pero el verdadero himno del verano lo marcan las chanclas. Platón decía que “la necesidad es la madre de la invención”. Si Platón hubiera visto a tanta personas caminando con chanclas de goma por la calle, probablemente habría añadido: “Y la pereza es la madrina del mal gusto”. Ese calzado que, por su sonido, convierte cualquier paseo en una sinfonía de flop-flop, es un invento genial para la piscina, el chiringuito, la ducha del gimnasio o la playa, pero se convierte en tortura visual y auditiva en la ciudad. En el transporte público, en museos, en cenas, rozando el pie del prójimo, e incluso combinadas con calcetines, son un acto de terrorismo estético.
El filósofo francés Roland Barthes escribió que “la moda es un sistema de signos”. Bajo esta premisa, el pantalón corto y las chanclas en la ciudad son un cartel luminoso que grita: “He renunciado a toda estética, pero me aferro a la comodidad como un náufrago a una tabla de madera”.
En cierta ocasión coincidí en un museo ante una magnífica escultura romana, con un visitante en chanclas, bermudas estampadas y camiseta vintage de Puerto Banús, que afirmaba muy ufano, “no es para tanto”. El mármol resistió, mi fe en la humanidad, no.
El filósofo francés Roland Barthes escribió que “la moda es un sistema de signos”. Bajo esta premisa, el pantalón corto y las chanclas en la ciudad son un cartel luminoso que grita: “He renunciado a toda estética, pero me aferro a la comodidad como un náufrago a una tabla de madera”.
El verano, por alguna razón, parece conceder una suerte de amnistía estética: como hace calor, todo vale. Pero no todo vale. El hecho de que la temperatura invite a despojarse de capas no significa que uno deba vestir como si hubiera perdido una apuesta. La comodidad que nunca debería ser enemiga de la dignidad es legítima. Lo que no es tan legítimo es la confusión que a menudo se da interesadamente entre comodidad y abandono.
En su versión más descuidada, la moda veraniega es la prueba de que el calor no solo derrite el hielo, sino también el criterio. No se trata de abogar por un verano de trajes oscuros y zapatos cerrados. La elegancia estival existe, y es compatible con el confort: pantalones de lino, alpargatas, sandalias de cuero bien diseñadas, bermudas discretas combinadas con camisas ligeras… Todo menos esa pareja letal de tejido corto y suela de goma de cinco euros.
Dirán algunos que exageramos, que el calor es innegociable y la moda es subjetiva. Y efectivamente es cierto, que cada uno debe ser libre de vestirse como quiera. Pero así como uno no iría con pijama a una entrevista de trabajo, como escribió Oscar Wilde, “Nunca hay una segunda oportunidad para causar una primera impresión”, quizá convenga recordar que el espacio público también es un lugar de encuentro donde, para bien o para mal, nos miramos unos a otros.
Flaubert defendía que “el buen gusto es el sentido común aplicado a la estética”, y en verano, a menudo, ni lo uno ni lo otro abundan. Lo peor de este asunto es que casi siempre cuando pasa el calor descubrimos que la horterada no era meteorológica, era personal. La diferencia es que, en invierno, al menos, la vergüenza viste abrigo.
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