Las viejas puertas

LA CIUDAD QUE TODAVÍA ESTÁ

Publicado: 26 feb 2025 - 00:00 Actualizado: 26 feb 2025 - 15:27

Las viejas puertas
Las viejas puertas | JOSE PAZ

Toda ciudad debería amar a su ciudad original. Amarla locamente. Amar al cogollo. A la vagina. A la superposición de empeños y aparejos que han ido fraguando la cosa vieja por la que tenemos la suerte de transitar. Habría que agarrarse a donde nació todo con la inocencia de un lactante y la determinación de un soldado. Esta es la cosa viva que nos ha traído hasta aquí y no se puede dejar de mimar cada trozo de piedra con la obsesión de un egiptólogo. A menudo se dice que este país no tiene destino, que los hombres están confundidos entre los umbrales de tiempo. Pero dejar que las casas se apolillen, autorizar a las hiedras para que las devoren, cambiar la piel de los edificios, deshacer lo hecho no es un asunto resignación. No creo que sea esta una tierra de perdedores. Hace falta un talento enorme y una determinación suicida para destruir lo propio. Es la voluntad de todo un pueblo. Empeñarse en la desmemoria no es una casualidad. Para esto hay que valer.

Las viejas puertas
Las viejas puertas | JOSE PAZ

Existen en Auria dos ciudades viejas. En una todavía habita alguna gente, persisten ciertos negocios y se palpa una suerte de vida doméstica y circular. En la otra mitad, de la Catedral hacia el sur, se entra en un sitio arqueológico, desangelado, roto. Entramos en un mundo de edificios vacíos, de ruinas, de fachadas andamiadas. Es una ciudad a la espera de alguna idea de ciudad, de algo de futuro, de piedad. Cualquiera que pasee con las manos cogidas hacia atrás va asistiendo a la automutilación de la memoria, a la enfermedad de las casas que se derraman sobre sí mismas. Una enfermedad, la de las casas, que no es otra que la enfermedad de las cabezas. La primera señal de alarma llega con las puertas. Las puertas antiguas que abrían y atravesaban los que ya no están. Puertas de viejas bodegas, de la antigua Auria campesina, puertas para ganado y caballerías, para personas de toda condición y dignidad. Puertas y portones partidos de castaño, pintadas a juego con las ventanas que también están en peligro de extinción. Cada vez son menos estas viejas puertas, que cualquiera puede hacer desaparecer y cambiar por algo que entienda más prudente. Primero fueron puertas de hierro y vidrio, después horrores de aluminio lacado, ahora puertas de madera con unos herrajes horribles e ínfulas de diseño, que envejecerán fatal. Conviene abrir el ojo y adelantar un adiós a sus grandes cerraduras de hierro, a las aldabas de manos, a los clavos de forja.

Existen en Auria dos ciudades viejas. En una todavía habita alguna gente, persisten ciertos negocios y se palpa una suerte de vida doméstica y circular. En la otra mitad, de la Catedral hacia el sur, se entra en un sitio arqueológico, desangelado, roto.

El gran delito es que no sea delito sacar de enmedio a estas viejas puertas. Uno tiene, como cualquiera, sus favoritas. Casi todas sencillas, de una hoja con gran pestillo de herrero y también alguna más sofisticada, con cuarterones en su piel maciza. Son puertas que abren bien. Que cierran lo suficientemente bien. Cada una certifica la edad de una casa y de un barrio y son una prueba de la cordura de sus vecinos. Una ciudad que no guarda las puertas antiguas es como si quisiera desembarazarse de sus habitantes pasados. Cada puerta que desaparece es una traición a la memoria y una zancadilla a la belleza. Hay que pasar a verlas de vez en cuando para comprobar que aún están. Y despedirse, claro. Porque nada garantiza que vuelvan a estar allí y la ciudad se convierta en algo deslavado y sin identidad. Hasta siempre, puertas viejas.

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