Opinión

He ido al médico

Comprendo que a ustedes este asunto no les quite el sueño. Pero he subido diez plantas sin respirar en el ascensor, con un tipo amarillo y una señora que tose sin parar, poniéndose la mano en la oreja, en vez de en la boca, supongo que para amplificar el potencial de contagio. He aguantado bien hasta que nos han parado en la tercera planta, en la que los virus, con sus pelos de punta de color verde, organizan botellones en la puerta del ascensor para aterrorizar a los que accidentalmente se detienen allí de camino a sus consultas. Al amarillo le van mal las alturas e hiperventila, mientras que la señora a partir del sexto ya no tose, ahora estornuda, haciendo mucho más eficaz su potencial devastador. Tengo la impresión de haberme pasado la mañana entera conteniendo la respiración en el ascensor del centro médico. Que no se por qué lo llaman Centro de Salud si allí todo el mundo está enfermo.

A la décima planta hemos llegado juntos el tipo amarillo, ya azul, la señora que tose, ya blanca, y yo, ya rojo, casi morado. Llego con la intención firme, siempre, de coger una gran bocanada de aire al salir del ascensor, si no fuera porque allí me esperan tres jóvenes enfermos con mascarilla y un sobre con el diagnóstico, probablemente letal, de sus exóticas enfermedades. Fatal decisión la de lanzarme al suelo y reptar lejos de su aliento. Un instante para decidir a veces te lleva a la locura de retozarte por el suelo entre la salida del ascensor y el mostrador de las enfermeras, autopista natural de todas las bacterias que entran y salen del hospital, y que no gustan de bajar por las escaleras, que son la mayoría.

He recuperado el aliento, y aguardo sentado mi turno, como un perro bajo la lluvia, con el rabo entre las piernas -circunstancia, por otra parte, muy frecuente en mi-. Miradas cruzadas con otros pacientes. El señor que juguetea y da golpecitos en el tarrito de orina mientras tararea a Nino Bravo, la enfermera que porta objetos punzantes y salvajes, que harían feliz a un vampiro en la noche de Reyes, y la señora que tose, que ahora está por todas partes y estornuda en dolby sorround envolvente efecto Home Cinema.

Ya lo ves. He ido al médico y eso constituye, al fin, un acto de heroísmo, que una vez más, como aquel día que decidí volver a jugar al fútbol, no será reconocido por nadie en mi país. Meditaba esto cuando he escuchado mi nombre por megafonía, y ya es milagro, porque hace décadas que en esta consulta llaman a los pacientes por números, en un gesto que desenmascara su verdadera vocación, igualando al recinto con la célebre Carnicería Isidoro, tres calles más abajo.

Al entrar en la consulta, la mejor de mis sonrisas, para cortar el hielo, y un “buenas tardes” cálido como una tarde de verano. Agazapado detrás de la mesa, tres pelos en la calva a modo de pararrayos, y la estructura ósea de un doctor extremadamente delgado, y con aspecto de no haber dormido nada en los últimos treinta años. Habla sin mover las labios, a pequeños gruñidos, y eso complica enormemente las cosas. Supongo que debo decir qué me duele, y en realidad, tengo tantísimo miedo que ya no me duele nada, excepto el corazón, pero lo oculto vilmente, que ya sería mala suerte que me esté dando un infarto justo ahora, a medio metro del cacharro ese con el que te reaniman cuando decides darte de baja del pago al casero.

medico_resultMe levanto la camisa. Respiro hondo. Me pregunto cómo es posible que no se haya inventado todavía un fonendoscopio que no se encuentre por debajo de la temperatura media de la base rusa de Vostok, en la Antártida. Sigo respirando a fondo. Me miden la tensión y, bien pensado, la tenía mucho mejor antes de entrar en este lugar. El dolor. Se me había olvidado. Este era el dolor. Aquí, aquí detrás, aquí. Y señalo el punto, mientras el doctor examina con tanto rigor como rutina.

El diagnóstico se hace de rogar. Nos sentamos. Me mira. Le miro.

¿Fuma?

Lo he dejado.

¿Hace ejercicio?

Lo he dejado.

¿Hace alguna dieta?

Lo he dejado.

¿Bebe?

En absoluto.

¿Bebe?

Soy escritor.

¿Dice la verdad?

Lo he dejado.

Pase a la báscula.

La báscula. De las de toda la vida. Fondo blanco, y su flechita roja. Subo un pie, y el medidor enloquece en temblores. Se masca la tragedia. Subo el otro y la aguja sale disparada y se clava violentamente en el tablón de anuncios. “Una dieta sana, es vida”, reza el folleto, atravesado por la flecha roja.

¡Voilà! –dice el doctor, contentísimo del hallazgo.

¿Voilà qué? –pregunto petrificado sobre los restos mortales de la báscula.

¡Voilà! –insiste, propinándome unos golpecitos en la panza.

¡Oh là là! – sollozo, impostando el tono, por seguirle el rollo.

Nos sentamos de nuevo. Me mira. Le miro.

¿Toma usted verduras? –indaga alzando una ceja.

La duda ofende.

¿Cuáles son sus preferidas?

El pastel de cabracho con mayonesa, y la flor de tres chocolates.

Comprendo.

Silencio. El diagnóstico sale a toda prisa de la impresora. Pasa un enterrador, la comitiva fúnebre, y un turiferario me rodea incensando una y otra vez. Me temo que soy el cadáver.

Está usted obeso. –dice con voz firme, tras un luctuoso silencio de mil días y mil noches.

Tal vez, un ligero sobrepeso... – admito a regañadientes.

Obeso perdido. –insiste el cabrón.

Quizá se haya producido una desaceleración de mi adelgazamiento. –creo que esto a Zapatero le funcionó.

Obeso total, le digo.

¿Gordito?

Se ubica usted en la obesidad, lo que implica dolores musculares, fracturas varias, enfermedades del corazón, del hígado, del riñón, perforación del lóbulo de la oreja, disecación de los huevos, sarpullidos intermitentes en autopista, caída del cabello, dolor en la nuez, escozor en la almendra, y la peor de las muertes: por autoaplastamiento.

He salido del médico. Me lo ha quitado todo, creo, menos los espárragos, el agua, y el pavo vivo sin pluma, que es muy bueno para eliminar el apetito. Por suerte, no me ha prohibido el vino. “El vino ni verlo”, ha dicho. Pero no ha mencionado ni palabra de beber con los ojos cerrados.

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