HISTORIAS DE UN SENTIMENTAL

Ángel Temiño, el obispo que hablaba con el Espíritu Santo

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photo_camera Angel Temiño, obispo de Ourense en procesión en los años 60.

Los ourensanos habían bautizado a su obispo como "Las tres B", a saber: "bestia, brava, burgalesa", aprovechando que monseñor procedía de las tierras del Cid

Allá por los años sesenta era obispo de Ourense monseñor Ángel Temiño Saiz, de quien se aseguraba que poseía excelsos conocimientos teológicos, al tiempo que era considerado, aun en aquel contexto, uno de los conservadores pastores de la grey católica. Las luces del Concilio Vaticano II tardaron en abrirse camino en su territorio, donde los criterios del prelado se acomodaban mejor con el canon de Trento.

Los ourensanos habían bautizado a su obispo como "Las tres B", a saber: "bestia, brava, burgalesa", aprovechando que monseñor procedía de las tierras del Cid. Era también hombre de hierro en cuanto a la aplicación de la moral trentina y a sus propias aportaciones. El humor ourensano reflejaba la resignación con que soportaron su larga estadía, aunque presumían de que, en el pasado, había arrojado a un predecesor parecido al mismísimo Miño.

El caso es que en la comarca del Ribeiro comenzaron a brotar experiencias pastorales renovadoras, a la luz de los documentos del Concilio Vaticano II. En particular en algunas parroquias regidas por jóvenes presbíteros que pensaron que lo que decía Roma iba o debería ir a misa. Pero don Ángel Temiño todavía no había concedido su aquiescencia plena a lo que el papa y el colegio de obispos y cardenales del mundo habían mayoritariamente sancionado.

Con grave escándalo para su comunidad, los curas renovadores fueron dispersados hacia los lugares más profundos de la diócesis, atajando de raíz sus innovadoras experiencias que hoy en día estarían sobradamente superadas.

Como las gentes se sentían bien con los curas ahora desterrados, una respetuosa comisión se presentó en el Obispado (de aquella se llamaba "Palacio Episcopal") para pedir la vuelta de los pastores dispersos y hacer ver al obispo los frutos de su catequesis. Temiño los escuchó con grave silencio y, por fin, habló: "Mi decisión -dijo- es irrevocable. Lo he meditado mucho y, además, lo he consultado con quien procedía".

-¿Y con quién lo ha consultado su ilustrísima, si no es mucho preguntar? -se atrevieron a decir los feligreses-.

-¡Con el Espíritu Santo!- zanjó Temiño-.

Así que no hubo más que hablar, porque con un obispo que habla con el Espíritu Santo no hay nada que hacer.

Pero la historia no concluyó aquí: frustrada la ilusión de contribuir a la renovación de la Iglesia, aquellos jóvenes sacerdotes fueron abandonando, uno tras otro, su ministerio. Dos de ellos, quizá de los primeros en solicitar ser reducidos al estado laical, formar una familia y vivir como Dios manda, contemplaron alarmados que su expediente se eternizaba. Cada vez que se interesaban por su suerte, pues la cosa urgía, les decían en el Obispado (en el interín, Palacio había cambiado de nombre) que los papeles estaban atascados en Roma.

No lo pensaron dos veces. Se fueron a la ciudad eterna. Se enteraron de cuál era la dependencia curial que tramitaba las reducciones y consiguieron conocer a la persona clave que tenía en su mano la agilización del papeleo. Primero, se hicieron sus amigos, y para ello lo invitaron a disfrutar de los diversos placeres que Roma ofrece a propios y extraños, empezando por la mesa. Como nada une tanto como una buena parranda, los dos curas de aquí y el monseñor de allá se cogieron confianza y hasta invitaron al funcionario curial a unas vacaciones en el Ribeiro.

Imaginarán ustedes el resto de la historia. El expediente corrió como nunca ningún otro caso lo había hecho en la historia de la barca de Pedro. Los dos curas dejaron de serlo e hicieron un valioso amigo en Roma, a quien aún utilizaron más veces para ayudar a otros en su situación. Este pecador mundo es así.

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