Actos de hybris

Publicado: 27 ago 2025 - 03:45

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Se calcula que hacia el 2360 a.C. nació Sargón el Grande, fundador del reino acadio, considerado el primer gran imperio territorial de la historia, tras derrocar a Lugalzagesi y someter a todas las ciudades sumerias del sur. Fundó una nueva capital en Acad (Agadé) -cuya ubicación exacta aún se desconoce- y extendió su dominio hacia Elam (en el actual suroeste de Irán), Mari y Ebla (en Siria), así como hasta el Mediterráneo y Anatolia.

Sargón era hijo ilegitimo de una sacerdotisa, quien lo depósito en el Eufrates metido en un cesto de juncos. Un aguador lo recogió y lo crio como propio, creciendo entre la gente común, hasta que la diosa Ishtar lo protegió, convirtiéndole en su favorito, marcando su destino al ayudarle a usurpar el trono de Ur-Zababa, rey de Kish. Desde ahí, inició las conquistas que iban a fundar su imperio, aunque fue su nieto Naram el llamado a expandirlo.

De hecho, en el museo del Louvre se conserva la Estela de la Victoria, una piedra tallada de dos metros de alto que representa a Naram-Sin, donde se conmemora la batalla de los montes de Zagros, en la cual el monarca venció a la tribu de los lullubi. El rey aparece a doble tamaño que sus soldados, aplastando con el pie los cadáveres de sus enemigos y tocado con un casco con dos cuernos, propio de los dioses.

En realidad, Naram-Sin fue el primer rey mesopotámico en proclamarse dios en vida, un gesto transgresor que quedó plasmado en la famosa estela, pero que también generó condena en la tradición posterior, claro ejemplo de soberbia castigada por los dioses, como se narra en la Maldición de Acad, un texto literario mesopotámico, aunque fue redactado siglos después de Naram-Sin, probablemente en época neosumeria.

La ceremonia por la que se divinizaba a un gobernante se conoce como apoteosis, con varios casos conocidos, sobre todo en la Antigua Roma

Según el relato, Naram-Sin quiso ampliar aún más su poder y consultó a los oráculos para emprender una gran campaña. Los presagios fueron desfavorables, y los dioses (en especial Enlil, señor de Nippur y de los destinos) le negaron permiso. Naram-Sin, en un acto de hybris, desoyó a los dioses y atacó el templo de Enlil, en Nippur, saqueando el santuario sagrado de Ekur. Este sacrilegio indignó a la asamblea divina, que decretó el fin del Imperio acadio.

Los dioses le retiraron su favor y comenzaron las sequías, lo que provocó que la tierra dejara de producir y las cosechas fracasaran. Además, se produjeron las invasiones bárbaras, en particular, de los guteos, un pueblo de las montañas del Zagros, que irrumpieron y destruyeron el poder acadio. Las ciudades se rebelaron, el prestigio de Acad se derrumbó y el imperio que Sargón y Naram-Sin habían construido se desintegró.

La ceremonia por la que se divinizaba a un gobernante se conoce como apoteosis, con varios casos conocidos, sobre todo en la Antigua Roma, donde coexistió con la práctica contraria, la llamada “damnatio memoriae”, por la que se borraba todo rastro de un gobernante considerado nefasto. Afortunadamente, este tipo de usos han quedado desterrados hace tiempo en las democracias occidentales consolidadas; al menos, en la práctica.

Ahora bien, los pueblos que ignoran la historia están condenados a repetirla. Y la historia aquí nos enseña que existe una diferencia clave entre Sargón y su nieto: una cosa es que los dioses te unjan como rey y otra bien distinta elevarte tú mismo a la categoría divina. Esa clase de actos de soberbia, como en el caso de Naram-Sin, suele acabar mal. A veces, basta con dos generaciones para que caiga un imperio; otras, incluso puede llegar con una.

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