El alambiqueiro

Publicado: 17 sep 2008 - 02:00 Actualizado: 11 feb 2014 - 00:00

Bueno... este era un clásico personaje ambulante, de los pequeños pueblos de Galicia, que pasó a la historia como muchos otros de su tiempo. Pero yo lo recuerdo porque... ¿quizá también yo sea un ‘producto’ de otro tiempo y al borde de la extinción...? Es que, señores, la elaboración del aguardiente casera, ese producto que también se halla en periodo de extinción, tenía su aquél, y su sofisticado mecanismo; y también todo un anecdotario en su haber; era un ritual como muchos otros de los tiempos que se han ido. Comenzaba por uncir las vacas de cada cual al carro para ir a buscar el pesado alambique al pueblo, o a la casa más próxima. El aguardienteiro era un trabajador cuyo oficio consistía en convertir el orujo que se almacenaba en todas las pequeñas bodegas caseras del contorno, en un licor que ‘calentaba el cuerpo’ pero sobre todo la cabeza, a la que se subía con la rapidez del rayo si no se controlaba. Este señor, se trasladaba de pueblo en pueblo y de casa en casa, sin pagar peaje ni con ducción. Una vez en el corral de la casa en que se aposentaba, y en el sitio más próximo a la bodega, se instalaba el pesado artefacto de cobre y a su lado la gran caldera con serpentina, por la que se licuaban los vapores procedentes del alambique. A su lado, un buen montón de leña para alimentar el fuego que se encendía bajo el gran aparato de cobre. Este se llenaba del orujo que se había extraído del prensado del vino, se cerraba herméticamente, y con un buen fuego bajo su panza, se esperaba a que los calientes vapores subieran dando vueltas por la serpentina refrigerada con agua, y que cayeran goteando lentamente en el recipiente apropiado para recibirle.

Ese era el proceso de la blanca o incolora, que se destinaba (aparte de algunos usos caseros) a la venta, y a veces también para hacer la sabrosa ‘queimada’ en algunas festividades. Esta, si se degusta fría, sabe a sabroso licor; pero caliente... se sube a la cabeza con increíble rapidez, y te hace ver lo blanco negro y viceversa... Para hacer la famosa de hierbas, el procedimiento era el mismo, pero además del orujo, se introducía un buen manojo de hierbas que se adquirían en las farmacias y droguerías, ya preparadas al efecto; y a esto se le añadía otro buen manojo de una hierba llamada ‘hierbaluisa’ y un poco de azafrán. Y el aguardiente salía de color de oro; luego en las garrafas, se endulzaba con azúcar al gusto y se dejaba en infusión durante varios días y su consumo era mejor cuanto más añejo.

Como este proceso solía hacerse a principios de otoño, cuando comenzaban los primeros fríos, los vecinos se reunían por las noches sentados en bancos alrededor de la hoguera del alambique, en buenas tertulias amenizadas por cuentos y leyendas, y por el olorcillo alcohólico que emanaba del recipiente; y ésta se prolongaba mientras el alambiqueiro hacía su labor. Y este dorado y típico néctar del orujo de las vides de nuestra ‘terriña’, el que la prueba por primera vez, le sabe a algo raro; a la segunda le apetece, y a la tercera... ¡huy, después! le tienta como una droga y entonces... ¿qué pasa?

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