José Antonio Constenla
Defensa de la Democracia en tiempos de amnesia
El mes pasado se cumplieron años... ¿Cuantos? ¡Ya perdí la cuenta! Del final de la guerra española, esa guerra civil y fratricida que duró tres largos años. ¡Y que largos se hicieron para los que la vivimos! Yo tenía entonces quince años; quince primaveras, que para mi y para las de mi época, fueron crueles inviernos; fueron los tres años más tristes y aburridos, en los que nuestra única distracción en nuestros pocos ratos de ocio, eran las cartas que recibíamos de los hombres que estaban en el frente de batalla. Es verdad que en Galicia no hubo los campos de batalla que abundaron en el resto de España, pero sufrimos las consecuencias de la contienda como los que más; especialmente en los pequeños pueblos donde todos nos conocíamos y donde los problemas de todos eran los nuestros.
Por el hecho de estar completamente indefensos, todos los vivos y aprovechados de las pequeñas villas, en el nombre del ejército y de todo lo que se les ocurría, con el fusil al hombro para proteger su cobardía y aparentar ser una autoridad, nos despojaron de todos los víveres cosechados con nuestro esfuerzo y de todo lo que fuese de algún valor (en el nombre de la Patria); que luego se repartían entre ellos, mientras nosotros nos apretábamos el cinturón para seguir viviendo... Apenas comenzó la contienda, y en breves plazos, todos los hombres disponibles que pudieran empuñar un arma, solteros y casados, fueron requisados para la guerra. Y en los pueblos solamente quedamos las mujeres, los niños, los ancianos y los enfermos. Eso sin contar los que asesinaron, cuya cifra jamás se supo, porque sus asesinos quedaron impunes, como si dis pusieran de un visado especial para matar. Muchas fueron las víctimas de los paseos, una de las famosas Hazañas de limpieza de la Falange; ese nazismo español vergüenza de nuestro país. Cualquiera podía sacar un carnet, ponerse una camisa azul marino, coger un fusil que le facilitaban enseguida, y en unión de cualquier grupo por el estilo, requisar un camión donde lo encontraran, y con la lista de los denunciados, salir de noche a la caza de brujos. Porque para ellos todo era tan fácil, que solamente necesitaban una denuncia: -Fulanito es rojo- para tomar nota de su domicilio, y sin juicio ni previo aviso, rodear su casa, cazarlo como a un conejo sin atender a razones ni a súplicas, subirlo al fatídico camión y al tener completo o casi su capacidad, llevarlo a las afueras de la ciudad y allí en pleno monte, darle el paseo o sea, fusilamiento en masa, y después, repartida de sus pobres despojos por las cuentas, como bolsas de desperdicios. De esta simple manera, muchos entes diabólicos se deshicieron de honradas gentes por envidias, cuestiones de faldas, linderos de fincas, rencores, etcétera, etcétera.
Esto también ocurría en las ciudades; pero sobre todo en las aldeas, ya no se podía dormir con tranquilidad, temiendo siempre oír los gritos de algún vecino o vecina a quien le robaban uno de los suyos sin saber porqué. Mis abuelos tenían una criada llamada Isaura; era una mujer joven y fuerte que trabajaba dentro y fuera de casa como un hombre; pero sobre todo era fiel y buena persona. Una vez a la semana iba con un asno que teníamos, a llevar grano al molino, y como quedaba lejos del pueblo, salía de madrugada para regresar al oscurecer con la harina. Un día se me ocurrió acompañarla y salimos cuando apenas amanecía; entrada la mañana, bajamos por un sendero que desembocaba en una curva llamada De la herradura, de triste memoria por los accidentes de tráfico allí acaecidos. Desde allí teníamos que continuar en línea recta hasta el pueblo de Viñao, donde estaba el molino; y apenas ponemos los pies en la cuenta, casi pisamos un bulto ensangrentado que se hallaba tirado en ella, como un animal muerto; era el cadáver de un hombre joven, en grotesca postura, cuyos ojos abiertos y una horrible mueca de pánico, parecían pedirnos auxilio. Con gritos de angustia salimos corriendo hacia el pueblo; yo aterrada, sentía unas náuseas terribles y casi no podía hablar de la impresión; era el primer cadáver que veía en mi vida; era la muerte descarnada y violenta, cuya vista revolvía todo lo de bueno y sensible que había en mí; lo que ponía ante mis ojos la realidad de la crueldad humana, que no podía comprender. Nunca pude olvidar la expresión de aquel rostro desconocido, víctima, seguro que inocente, de la crueldad de unos entes diabólicos que la impunidad de la guerra permitía como algo normal.
-Casi todos los días aparece algún desconocido tirado en las cunetas-, nos dijeron en el pueblo. -Y nunca sabemos quienes son, y porqué los mataron. Más tarde me enteré de que en la zona republicana también habían hecho lo mismo con muchos otros...
¡Cuántos recuerdos! ¡Cuántos dolorosos recuerdos que espero no se vuelvan a producir jamás en nuestro país!
Contenido patrocinado
También te puede interesar
Lo último