Arturo Maneiro
PUNTADAS CON HILO
El Prestige del Gobierno sanchista
Ahora que estamos entrando en la etapa cerecil, ésa que comienza florida y remata en jugosos y muy variados sabores, me vienen a la memoria Pucho y Buchini que son los nombres o alias con los que yo distinguía a unos sobrinos, José y Pedro, que trocaría por parecerme de más fácil identificación. Así que para casera circulación quedarían, porque fuera del domicilio si aludías a esas nombres, por ninguno se les identificaría.
Pues era que, hallándose los tales por la adolescencia o en sus albores, el uno de tan traste con tendencia a la hiperactividad y el otro como asentado bonachón, pero solo de apariencia, porque el primero le espabilaba, insuflándole aires para hacer tantas trastadas cuantas los de su edad en la aun barriada se especializaban. A Pucho le puse el sobrenombre por eso de Pepucho como a algunos Josés se llamaba en el rural medio, que por abreviar en Pucho quedaría, pero ahora estrictamente solo para mi relación con él; lo mismo con Buchini, que tomado el diminutivo del padre que para consumo interno era Buchi, y por ende, el hijo con el diminutivo debía ser distinguido.
Se dejaron querer ambos sobrinos por su tio, del que esperaban pícaramente algunas ventajas cuales sucederían inevitablemente, como se contará. Hallándome a la sazón como curator arborum (administrador de los árboles, o , en este caso, de sus frutos ) en una finca llena de frutales, título aquel otorgado por tácita concesión paterna, llevaba con especial atención la maduración de las cerezas de un par de árboles, de uno de los cuales aun permanece hoy en día el tocón.
Las cerezas muy apreciadas desde siempre por la familia. que por tan numerosa. tendría que recurrir al abastecimiento externo que por mucho que se dieran las de casa nunca podría satisfacer a tanta apetente boca, de quince hermanos y algún adlátere. Dos cerezos de siempre hubo, el más antiguo, corpulentísimo, al que trepábamos por unas más que esqueléticas ramas, por escasez de follaje, falsas también, pues el árbol, en las últimas, causaría gran disgusto una inevitable tala so riesgo de que no se hiciese su grueso ramaje y tronco se nos viniese encima, lo cual preveyendo el pater familias ya había plantado otro, que más y más vigoroso con cada año, capaz fue de suplantar al talado, un gigante de más de dos pisos. Pues a éste suplantador, exhuberante siempre en sus racimos, me subía a llenar un caldero de cinc, con todas las bendiciones maternas y paternas, al objeto de distribuir lo arrancado entre las ávidas bocas de mis hermanos, que la mía, por lo que se va a contar, de pasada saciada. Pues en hallándome en tal y delegado oficio de cogedor de cerezas a ramas encaramado, que escaleras de tamaño porte no había, ceñido el cerezo de corona de tojos para impedir su trepada por la fraterna chiquillería, yo subía, salvado el obstáculo, ayudado de pequeña escalera, y una vez arriba y entre el muy denso ramaje, imploraban los hermanos pequeños que alguna dejase caer, que muy escasas y a pesar mio caían más que nada por lo apresurado de la recolección. Mientras, ellos de implorantes ruegos, yo me saciaba de cerezas, que para no delatarme, el hueso habría de tragar, de lo que, increiblemente, ninguna cagalera derivaría. Bajaba triunfante, a caldero pleno, insensible hasta el reparto que nuestra madre dispusiese, pero si me permitía hacer sudar a los que quisiesen cerezas corriendo y ganando los acaso 100 metros, en competiciones que iban eliminando a los ganadores, así que todos recibían cerezas, claro que empezaba dándole ocho al que primero ganaba, siete al de la segunda carrera... y una al último de los ocho que en solitario iba, pero al que hacía correr para ganarse el fruto. Una equitativa forma de reparto. Con el botín cerecil me presentaba a la dueña de la casa para recibir los plácemes, y muy digno, rechazaba la cuota de cerezas correspondiente como recolector y aun como parte de la familia. Un oficio que ejercía cada año. Con desparpajo, porque el cerezo siempre de abundantes frutos y mi puesto irremovible, acaso por la bonanza de tan agradecido cerezo.
Pasado el tiempo y como estos parámetros insertados como en el inconsciente, seguí de celoso vigilante de cerezas porque, aun escasas y en un solo árbol, ya extintos los dos mentados, eran estos dos sobrinos que al menor descuido las afanaban, el uno Pucho, que por tendencia a todo lo verde ni las dejaba madurar, el otro, Buchini, mantenía la esperanza de que algunas llegasen a la maduración si el primo no lo impedía. Y entre medias, una sobrina, hoy por Escocia residenciada, la aun infante Maitos, mas que de comedora, aunque alguna le caería, de vigilante ejercía, no para evitar que ambos despojasen al cerezo si no para que avisase de mi llegada a los dos picarones, el uno atrevido, el otro al rebufo, que se hallaban encaramados dándose el gran festín. Yo llegaba y ya ellos alertados andaban como paseantes al descuido como si no rompiesen ni un plato, tan inocentes estos dos pájaros, que, cual caraduras, preguntados, atribuían la disminución de los frutos a mirlos y pombos.
Pucho y Buchini y no al revés fueron creciendo tanto que ya imponían desde su altura, pero aun Pucho, ocasionalmente, merodeaba por la finca para comerse alguna cereza o ciruela, todavía no en sazón; las manzanas también formaban parte de su menú. Menos mal que por tan abundantes las segundas nunca llegaría a privar a los árboles de maduración, mientras Buchuni, ya residenciado fuera, en sus apariciones por la finca no hallaba cereza mas si ciruela en sazón como recordatorio de sus muchas andanzas con su primo trepando y comiendo sin tasa. Eran dos glotones de tomo, y lomo que con todo no despojaron a los árboles de sus frutos porque éstos respondían con más producción para salvarse del saqueo a que eran sometidos por aquellos dos incontinentes rapazuelos. ¡Que viene el Pucho!, y ¡ también el Buchini!, debían decirse los cerezos por el despoje afectados, por ese comunicarse de unos árboles con los otros a través de las raices o aérea por el polen y otras sustancias, como se conoce según el libro “Vida secreta de los árboles”.
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