Iván González Decabo
DIARIO LEGAL
El Supremo pone en la diana al préstamo familiar
Tinta de verano
En la entrega de la semana pasada de esta columna, se hacía mención a la institución romana clásica de la “damnatio memoriae”, en contraposición a la apoteosis. En ésta se divinizaba a un rey o emperador, mientras que, en la primera, se borraba todo rastro de un gobernante nefasto, como Calígula, por ejemplo. La traducción literal de la alocución latina es “condena de la memoria” o, por decirlo de otra forma, una condena al olvido.
Con la damnatio, el Senado, reconociendo la impopularidad manifiesta de un emperador, tras su deceso, decretaba que se borrase su nombre de todas las inscripciones (“abolitio nominis”). Además, sus estatuas y toda representación física de su imagen eran destruidas, al igual que sus obras, salvo que pasaran a considerarse atribuidas a su sucesor. Sus leyes y decisiones eran derogadas, salvo que corrieran la misma suerte que sus obras.
No deja de ser curioso cómo ha evolucionado la sociedad -si es que se considera evolución- desde el valor del olvido como condena a su consideración como un derecho. En la era de la hiperinformación en que vivimos, cuyo exponente principal son las denominadas “redes sociales”, el derecho al olvido se ha convertido en una pieza central dentro del esquema de protección de datos personales, en particular, en el ámbito de la Unión Europea.
Así, el ampliamente conocido Reglamento General de Protección de Datos de la UE (o RGPD) contempla, en su artículo 17, el denominado “derecho de supresión” o “derecho al olvido”, donde se establece la prerrogativa de cualquier persona interesada a que sus datos personales que están siendo objeto de tratamiento por un responsable sean suprimidos sin dilación cuando concurra cualquiera de las circunstancias que se establecen en tal precepto.
Dicho de otra forma, desde la perspectiva del responsable del tratamiento (una empresa, una administración pública…), éste tiene la obligación de eliminar inmediatamente los datos personales que pueda estar tratando y que correspondan a cualquier individuo cuando el interesado le requiere para ello; pudiendo sólo evitarlo en las excepcionales y limitadas circunstancias establecidas en el texto de ese artículo.
Esto es lógico, si consideramos que en el centro del esquema de funcionamiento de la protección de datos personales se sitúa el consentimiento del interesado o interesada, que funciona como base principal para el tratamiento de sus datos por un tercero (o “responsable”). Por tanto, salvo que existe otra base legal que lo ampare (y son supuestos muy contados), cuando se revoca el consentimiento inicialmente otorgado nace la obligación de supresión.
Ahora bien, el olvido, como derecho, no es más que una manifestación muy particular dentro del ámbito de la protección de datos; pero, en general, mantiene esa connotación negativa a la que los romanos dieran forma institucional con la “damnatio memoriae”, aunque ya era conocida desde mucho antes. Hay quien dice que el olvido es una forma de libertad. Sin embargo, también puede ser una condena.
Tras el siniestro agosto de 2025, donde hemos visto arder los montes de la provincia como no se recuerda en la historia reciente, vendrán el de 2026, el de 2027… Así, verano tras verano, se irán borrando la angustia y la amargura sufridas. Repetiremos idénticos patrones, olvidando la dura pero valiosa lección aprendida. Porque, en el mejor de los casos, el olvido puede ser un derecho. En el peor, es una enfermedad. O una grave irresponsabilidad.
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