Jaime Noguerol
EL ÁNGULO INVERSO
La mirada sabia del barman
El Gobierno mediante un Real Decreto ha endurecido los requisitos para abrir universidades privadas. Esta decisión no es sólo una manifestación más de la bochornosa y liberticida hostilidad del Ejecutivo y de su Equipo Nacional de Opinión Sincronizada, contra las universidades privadas; sino más bien, una maniobra de distracción para que no se hable de su desprecio hacia la presunción de inocencia, la falta de presupuestos, la crisis con sus socios por el gasto en defensa, o los múltiples casos de corrupción que afectan a la familia de Pedro Sánchez y al entorno del Gobierno.
Estas hostilidades responden también a una pulsión ideológica social-comunista, que trata de evitar la libertad de elección de los ciudadanos, para que nada escape al control y adoctrinamiento del Estado. Por eso, el ideólogo comunista Antonio Gramsci, aconsejaba a sus correligionarios: “Tomen la educación y la cultura, y el resto se dará por añadidura”.
Tampoco podemos dejar de mencionar las contradicciones (hipocresía), de un Gobierno cuyo presidente ha estudiado en universidades privadas, como también lo han hecho sus ministros de Exteriores y del Interior (Deusto), Industria (ESADE), Inclusión, Seguridad Social y Migraciones (Universidad de Navarra), Transformación Pública (Universidad de Newcastle Upon Tyne) o el de Economía que lo hizo en la London School of Economics.
El modelo de financiación de las universidades públicas sigue anclado en el pasado
El Real Decreto establece diversas medidas para “mejorar la calidad del sistema universitario” como: paralizar la aprobación de nuevos centros privados, cerrar de los que no alcancen los 4.500 alumnos en cinco años, o que se cuente con alternativas habitacionales para los alumnos. Estos requisitos son disparatados, ya que, por ejemplo, pedir un número mínimo de alumnos, es como si para abrir un bar te exigiesen un mínimo de 500 clientes por día y 50 mesas.
En esta materia el discurso oficial es profundamente paternalista. Se parte del supuesto de que los ciudadanos no saben elegir y que el Estado debe protegerlos de su propia ignorancia, impidiéndoles acceder a unas universidades que no cumplen con unos estándares que el propio Estado define. La libertad de elección queda supeditada por tanto al control político. Por ello, la reforma no busca calidad, sino control. No persigue la excelencia, sino el conformismo.
En el curso 23/24, de las 91 universidades existentes, 50 son públicas (desde 1998 no se han abierto nuevas) y 41 privadas. Mientras el alumnado de las privadas no deja de crecer, el de las públicas se desploma. Este panorama deja claro que la oferta educativa está cambiando, pero no por imposición, sino por una demanda que la universidad pública no está sabiendo cubrir.
El modelo de financiación de las universidades públicas sigue anclado en el pasado (en 2021 destinamos el 2,19% del PIB, por debajo del promedio de la OCDE, 2,72% y de la UE, 2,44%) y depende mayoritariamente de recursos públicos, mientras el de las privadas proviene de sus estudiantes. El resultado es evidente, mientras estas han sabido adaptarse a la demanda del mercado, las públicas siguen perdiendo competitividad.
La regulación y la mejora del sistema universitario, tanto público como privado, es sin duda un debate necesario. Pero nuestro sistema universitario no necesita más intervención estatal, sino más competencia, más diversidad y más libertad.
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