Sonia Torre
UN CAFÉ SOLO
Las nostalgias
UN CAFÉ SOLO
Se miraban como adolescentes que recién se han descubierto. Al mismo tiempo, sus ojos rebosaban nostalgias que solo los años son capaces de almacenar. Con más de 70 años, disfrutaban de la luna de miel, arrebatada sin compasión tiempo atrás. Una historia de amor para un bolero.
Esperanza y Enrique se encontraron un verano de 1934 y soñaron con no separarse. La guerra asoló las ilusiones. Enrique, uno de los últimos maquis en los montes de Asturias, huyó hacia la frontera francesa y de allí se trasladó a Argentina. En ese país encontró hogar. Se casó, tuvo hijos y siguió viviendo mientras las heridas cicatrizaban y él intentaba curarse. Esperanza se quedó. Decidió esperar. Mantuvo vivo el último beso que supuso el adiós definitivo. Y la vida fue pasando.
Tan graciosa y sin corazón. Esperanza, esperanza. Sólo sabes bailar chachachá”
A principios de los 80, Enrique, viudo, quiso volver. No sabía adónde, pero necesitaba volver. Fue a la casa que recordaba visitar como novio primerizo. Una mujer fregaba el portalón y él preguntó por Esperanza. Lo miró en silencio y lloró. Lo reconoció al instante. Él a ella no. La miraba sin entender hasta que entendió. Se abrazaron y allí mismo decidieron olvidar los años demolidos. Empezar donde todo había acabado: en la boda que no fue. Hacía tanto tiempo que no supieron contarlo. Solo querían quererse, recuperar un pequeño retal de la vida saqueada.
Los conocí en esa luna de miel, que intuí ya eterna, y se quedaron en mi memoria. Juntos y por separado. Fueron contando los sufrimientos y golpes recibidos. Penas y dolores infinitos. Esperanza se clavó en mí de manera especial. Ni resentimiento ni aversión. Su voz solo hablaba de amor, el de su vida. De la prórroga que sentía concedida y que ansiaba exprimir segundo a segundo. Ella hacía honor a su nombre: en el tramo final, alcanzó lo que había deseado toda su vida. La larga noche oscura desapareció cuando Enrique la encontró de nuevo. Era feliz. Con esa vida usurpada, atravesada por ultrajes y humillaciones, los dos sabían que ninguna dictadura fue nunca buena. Recuerdo a esa Esperanza que ya no está, llena de dignidad y vacía de revanchas, a pesar de todo.
Me llegan las palabras de otra Esperanza con títulos nobiliarios, rebosante de cargos políticos y responsabilidades públicas que le dio la democracia. Dice que para este país “la dictadura a la larga sí fue mejor (que la República)”. Pienso en la otra y en cuanto tendría que aprender de ella. Asevera que “no cree en Estado del bienestar”. Sin ruborizarse. Decido no seguir escuchando. Me da miedo que ese sea el camino del futuro.
Aquella Esperanza no tuvo su bolero de amor. A esta, ya le cantaba Machín: “Ay, qué pena me das, Esperanza, por Dios. Tan graciosa y sin corazón. Esperanza, esperanza. Sólo sabes bailar chachachá”.
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