Opinión

El amigo invisible

Algo sobrenatural da vida a cuanto me rodea; los árboles inician un baile de armoniosa belleza, acunados por una mano invisible que mece la copa mientras los troncos permanecen fijos y firmes imitando las lanzas de los dioses del Olimpo, reclamando su derecho a la orgía desenfrenada igual que lo hacen las masas al levantarse el estado de alarma. El pequeño bosque exige participar en un botellón de edulcorante savia, elaborada con las lágrimas vertidas por los viajeros de la laguna Estigia, que cantan seducidos por el viejo Caronte, reintegrado a su trabajo gracias a la creatividad mágica del pintor Juachim Patinir. La danza es acompañada por el trinar de cientos de pájaros que surcan el espacio entremezclándose entre las hojas de fornidos robles, tratando de protegerse de una helada otoñal, en una primavera que se resiste a salir de la cueva protectora contra la envidia asesina de un gélido invierno. Los olmos, últimos supervivientes de la plaga que los ha exterminado, ofrecen al Viejo Milenario las peras de los perales cautivos por la magia del hada de lo imposible, donde lo absurdo cobra cuerpo de la mano de un renacido Eugene Ionesco.

El Viejo Milenario percibe que alguien llega silenciosamente y se sienta junto a él, solo él puede verle, oírle y percibir el aroma del viejo olivo, morada de gnomos del reino perdido. Es el desdoblamiento de su interior que quiere compartir con su otro “YO” los momentos difíciles de la vida. El fantasma susurra a su oído: “Tú ya no eres joven, bien lo sabes; pero como todos los soñadores, procuras olvidarlo y te empeñas en trastornar los periodos fijos de la vida, prolongando los entusiasmos, las ilusiones y las credulidades pasionales de tu juventud. No olvides que te restan pocos años de existencia y lo prudente es que los dediques a aceptar el inevitable destino de cualquier ser humano. Muchos amigos han surcado la laguna Estigia y han dejado los recuerdos a sus seres más queridos. Debemos pues respetar el misterio de los espíritus extraños, ya que nadie logrará conocer jamás el misterio de su propia alma”.

Una copiosa lluvia interrumpió el silencioso diálogo de los dos “yo” del anciano milenario. La siniestra sombra desapareció empujada por un rayo de potentísima fuerza que resplandeció en la estancia dando vida a los enseres que habían estado silenciosamente inertes mientras la orquesta boscosa alegraba los oídos de los esclavos del sol. Una inesperada lucidez iluminó el rostro del anciano; recordó su admiración por la belleza, su infancia feliz, su adolescencia revolucionaria, su fe indestructible, su vocación profesional, su compromiso político, su pasión por la lectura, su espíritu viajero, sus amores platónicos, sus fieles amistades, las confianzas traicionadas, la apuesta por los afectos, el dolor por la muerte de seres queridos, la necesidad del perdón, su empatía con los más indefensos... Había sido una vida llena de apasionantes experiencias, donde el mayor de los tesoros eran los afectos de los suyos. Su huerto tenía gran cantidad de cebollas ocultas en lo más profundo de su identidad.

En la búsqueda del apero que desentierre tanto bulbo sin lesionar su estructura jugosa, tierna y picante, el viejo se sentó en un banco de áspera piedra y comenzó a sentir en su olfato cierta embriaguez, como si estuviera en una gran perfumería. Observó los árboles y arbustos pero estos carecían de flores, siendo imposible que impregnasen de olor tan intenso todo el pequeño bosque. ¿De dónde procedía esa esencia embriagadora? La respuesta a tal interrogante le dejó perplejo: como el lagrimeo de una virgen, de una mimosa engalanada brotaba la savia que emanaba, como sándalo sagrado, el aroma de un futuro mejor.

Las cebollas se esfuman en una tierra fértil y florecen en un verano tórrido lleno de flaquezas y pasiones. Es el destino y a él nos sometemos.

Te puede interesar