Sonia Torre
UN CAFÉ SOLO
Las nostalgias
Cuando el fuego trepida en la montaña no es cualquier cosa, sino un aviso a gritos, una súplica, una llamada.
La cosmogonía explica el mundo con los cuatro elementos: la amada tierra, la vivificadora agua, el impredecible aire y el terrible fuego. Estuvieron, en el origen de todo y explican el devenir del mundo con su carácter mítico, científico y filosófico. En ellas confluyen y resumen las leyes que rigen el mundo.
Ahora mismo ya no son un “flatus vocis”, una pronunciación sino un desamparo, la naturaleza hablando y chisporroteando, que es lo mismo, y nos asusta su palabra. Ahora verdaderamente se está enfrentando el hombre no a la intelección sino a la interacción con los cuatro elementos fundidos.
Ningún cosmólogo puede decirnos con certeza cómo comenzó a existir el universo y se plantean nuevos e inquietantes interrogantes mientras se intenta descubrir algo a través del agujero IA del microscopio. Puede que un día, inesperadamente, lo encuentren, eso que buscan, diluido entre los fotones.
Al llegar la noche el fuego me parece más cercano. No está tan lejos, claro, pero, aunque soy hijo de guardabosques, me da miedo. No tiene cara ese fantasma sino una risa larga y amarilla que se ríe perenne mientras lo apagan.
No soy capaz de imaginarme a un loco de atar con sus cerillas o su mechero quemando lo que Dios, estoy convencido, ha creado con tanto esmero. Pone el Señor una jacaranda con sus pequeñas flores azules, treinta olivos, ochocientos pinos, y esos castaños viejos a los que tanto quiero porque se ponen a llover castañas en su tiempo, con su abrigo de púas que pronto dejan caer al suelo…
Pero alguien se empeña en descatalogar a Dios y arrasa con llamas de las hogueras, con tres mil fogatas, la naturaleza que se despanzurraba verde oliva, dando cobijo a los jilgueros, a los corzos, a los lobos que aúllan y asustan a los conejos, a las zarigüeyas que dispersan las semillas por el ancho mundo, a los lagartos que gozan de escuchar como parlotean los hombres con sus amigos.
Las flamas bailan la danza de la muerte. Bailan estúpidas y dañinas sobre las preciosas viñas, las bodegas, las tapias de los huertos, y no es fulgor lo que vemos sino un terrorífico olor a muertos, bichos y más bichos, a quienes alimentaba Dios con el agua de los manantiales, las manzanas rojas, pulidas, desiguales, mientras los insectos cabalgaban con sus patas de alambres.
Dónde están los pájaros, señores del cielo, si éste se ha cubierto de pavesas negras, negras, negras…Dónde el viento de la dehesa… Dónde el suspiro del mochuelo, dónde el crotorar de las cigüeñas…Dónde, dónde, dónde.
Mira la danza de la muerte. Danza la muerte. Danza la muerte y ¿quién puede pararla? Dios no, que dicen que no está, que se ha ido triste, apesadumbrado de que hemos abandonado el paraíso terrenal que nos regaló al principio cuando el aire olía a frambuesas, el agua a fragancias de las rosas, la tierra a miles de mariposas blancas y el fuego sólo era el calor del hogar y el lugar en el que nos contaban el origen del amor y de las cosas.
Dile Señor a la tierra que ya no grite, que hable como antes con el rumor del aire, el murmullo del agua y ese fuego suave y tierno, de los amantes.
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