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Emprender es, en esencia, un acto de ilusión. La ilusión de quien, sin apenas recursos, decide abrir una puerta al futuro y convertir una idea en realidad. La historia de cualquier empresa que hoy parece consolidada suele comenzar en un espacio pequeño, a veces incluso improvisado, con más dudas que certezas, más ganas que medios. Pero lo que marca la diferencia no es el tamaño de ese primer despacho, sino la determinación con la que se afronta el camino.
Porque la juventud en los negocios no se mide en años, sino en ilusión. Esa energía inicial, esa chispa que lleva a preguntarse constantemente “¿y si…?”, es la que sostiene al emprendedor cuando los obstáculos parecen demasiado grandes. Y es, además, una cualidad que no debería perderse nunca, por muy lejos que se llegue.
A veces el 90% de un proyecto puede no tener futuro, pero en ese 10% restante se esconde una chispa capaz de encender una llama imparable
Ahora bien, la ilusión sola no basta. El entusiasmo necesita estructura, experiencia y guía. Aquí entran en juego los mentores y el ecosistema que rodea a los emprendedores. Un buen mentor no solo da consejos: escucha, acompaña, cuestiona, incluso cuando las ideas parecen inviables. A veces el 90% de un proyecto puede no tener futuro, pero en ese 10% restante se esconde una chispa capaz de encender una llama imparable. El papel de quienes saben reconocer y alimentar esa chispa es, sencillamente, fundamental.
El aprendizaje constante es otra de las claves. La humildad de entender que siempre hay alguien de quien aprender multiplica las posibilidades de éxito. En este sentido, las comunidades empresariales, asociaciones, foros o redes de colaboración, no son simples espacios de networking: son auténticos motores de crecimiento compartido. En ellas se cruzan la curiosidad de quien empieza con la experiencia de quien ya ha recorrido parte del camino, y de esa mezcla surgen oportunidades que cambian destinos.
También conviene destacar la importancia del territorio. Muchas veces se piensa que para emprender con ambición hay que salir de la periferia y establecerse en grandes ciudades. Sin embargo, la experiencia demuestra lo contrario: el talento y la innovación pueden nacer en cualquier lugar. La diferencia no está en la geografía, sino en la capacidad de crear comunidad y generar confianza en torno a una visión compartida. Desde un rincón aparentemente alejado del mapa pueden impulsarse proyectos con impacto global, siempre que haya compromiso y colaboración.
Los fallos no deberían interpretarse como derrotas, sino como aprendizajes que refuerzan el recorrido
En este camino, la resiliencia es otro pilar. Ninguna aventura empresarial está exenta de tropiezos. Los fallos no deberían interpretarse como derrotas, sino como aprendizajes que refuerzan el recorrido. Los emprendedores que logran mantenerse a largo plazo son aquellos que entienden el error como parte del proceso y que, gracias a la guía adecuada, consiguen transformarlo en palanca de mejora.
Además, no hay que olvidar que el emprendimiento tiene un efecto contagioso. Cuando alguien se atreve a dar el paso y comparte su experiencia, inspira a otros a hacerlo. Esa cadena de inspiración y apoyo mutuo es la que realmente multiplica el impacto y convierte a una comunidad en un ecosistema vivo y fértil para las ideas.
Por eso, más allá de los premios o reconocimientos, lo verdaderamente valioso para quien empieza es mantener viva esa ilusión inicial y rodearse de quienes puedan guiar, inspirar y acompañar. Porque el talento existe en todas partes; lo que marca la diferencia es la capacidad de creer en él, de compartirlo y de transformarlo en proyectos reales.
Emprender engancha, y lo hace porque cada paso abre nuevas preguntas, nuevos retos y nuevas posibilidades. Y aunque los inicios puedan parecer pequeños, lo cierto es que con ilusión y buenas guías cualquier lugar, incluso un despacho diminuto en una ciudad periférica, puede convertirse en el centro del mundo empresarial.
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