¿Solo interesa el petróleo de Venezuela?

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El fuerte despliegue militar de EEUU en el Caribe sugiere que hay algo más que una lucha contra la droga, pero tampoco todo se reduce al interés por el petróleo. La apuesta es económica y estratégica.

Refinería de PDVSA en Venezuela.
Refinería de PDVSA en Venezuela. | La Región

La presión estadounidense sobre Venezuela durante el segundo mandato de Trump ha devuelto al primer plano una relación marcada históricamente por la economía, el petróleo y el poder. El impresionante despliegue militar en el Caribe, justificado como una ofensiva contra el narcotráfico, difícilmente se explica sin atender a los intereses económicos y estratégicos que subyacen a la política de Washington hacia el país con las mayores reservas probadas de crudo del planeta.

Desde un punto de vista estrictamente económico, la narrativa antidroga resulta endeble. El flujo de cocaína que atraviesa Venezuela hacia EE UU es marginal en comparación con las rutas del Pacífico o con el impacto devastador del fentanilo, cuyo origen está en México y Centroamérica. Sostener una operación aeronaval de alto coste para interceptar lanchas rápidas en el Caribe equivale, en términos de eficiencia económica, a utilizar un portaaviones para resolver un problema policial. La desproporción del dispositivo sugiere que el objetivo real puede ser otro.

Ese objetivo apunta a la reconstrucción de la influencia estadounidense en su hemisferio y, en particular, a reordenar el tablero energético. Durante gran parte del siglo XX, Venezuela fue un socio petrolero privilegiado de EE UU. Sus refinerías y gasolineras en suelo norteamericano, su cercanía geográfica y la complementariedad entre el crudo venezolano y la capacidad de refino de EE UU crearon una interdependencia casi perfecta. Ese vínculo se rompió con el chavismo, las nacionalizaciones, la expulsión de multinacionales y, finalmente, el régimen de sanciones impuesto desde 2017. Hoy, Venezuela combina un régimen autoritario con un Estado profundamente debilitado, infraestructuras en ruinas y una industria petrolera desmantelada.

Aunque empresas y refinerías estadounidenses muestran interés por el crudo venezolano y Chevron mantiene operaciones limitadas, no parece que el petróleo sea el único eje de la estrategia de Trump, ya que reactivar el sector llevaría tiempo, grandes costes y riesgos, en un contexto de demanda global en desaceleración. Pero las licencias concedidas a Chevron muestran que, incluso en medio de la confrontación política, Washington es capaz de introducir pragmatismo cuando conviene a sus intereses.

La estrategia impulsada por Marco Rubio combina sanciones, aislamiento diplomático y ahora un marco conceptual más duro, al vincular al Estado venezolano con el narcoterrorismo. Desde el punto de vista económico, esta calificación amplía el margen de maniobra de la Casa Blanca, pero también introduce una elevada incertidumbre jurídica para empresas, mercados y países terceros. Venezuela deja de ser solo un Estado sancionado para convertirse en un activo tóxico, con riesgos sistémicos que desincentivan inversiones, incluso en una vuelta a la democracia perdida tras la llegada de Maduro al poder.

El coste de esta política no es menor. El despliegue militar tensiona el equilibrio institucional en EE UU al operar sin una autorización clara del Congreso. A ello se suma el impacto indirecto sobre los mercados regionales, el comercio caribeño y el sector aéreo, ya afectado por advertencias de seguridad y cancelaciones de vuelos. La presión sobre Venezuela también tiene efectos colaterales en países vecinos que dependen de su economía, legal o informalmente.

@J_L_Gomez

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