Arturo Maneiro
PUNTADAS CON HILO
El Prestige del Gobierno sanchista
Jueves, 5 de septiembre
Te contaré lo mejor que me ha pasado este verano. Ya fui a Arzádegos a la búsqueda de la palabra sanadora. La palabra que limpia mi mente. Cuando la escucho, algo dentro de mí aflora. Vamos, no tanto como aquella frase evangélica, “levántate y anda”. Pero la palabra resuena, y salta de pronto toda mi infancia como si se desalojasen mis males.
Pero te cuento, hermano lector. Para oírla, allá me voy al pueblo en que nací, el día de la fiesta. Cierto, tuve una feliz infancia en aquella aldea en que hasta los años sesenta no había llegado la luz eléctrica ni el teléfono, ni la carretera. Por allí correteaba con mi tren de hojalata en aquellas calles embarradas, entre aquella generación llena de analfabetismo; pero también de hombres honestos, trabajadores, acostumbrados a lidiar con las adversidades.
El pueblo, a escasos kilómetros de la ‘raia’, vivió la larga posguerra si no próspero, sí sin pasar grandes necesidades. Ya conté cómo salían del comercio de mi abuelo a media noche un puñado de mozos con fardos al hombro. Enseguida, con paso legionario, entraban bastantes kilómetros en tierra portuguesa.
Pero que no se me vaya la olla. Yo era un niño traste y callejero en aquellos veranos. La verdad, era bastante protagonista entre los paisanos que se divertían metiéndome el miedo en el cuerpo. Cierto, había en la aldea un mozo de ojos azules grandes y visionarios, delgado como un palo y de rostro amarillento como la cera. Se llamaba Xico. Ay, todo el mundo participaba en la broma con que me asustaban por las noches.
Había una tradición, siempre había un lugareño que tenía la cruz. Este individuo, a ciertas horas, hablaba con los muertos, sabía quién iba a morir y lideraba la procesión de espectros. Todo muy cercano a la Santa Compaña. Ocurría que el personaje salía desesperado por las noches con el propósito de entregarle la cruz a otro paisano.
Yo escuchaba: “Ten cuidado, Jaimito, que Xico te quiere entregar la cruz”. Lo recuerdo a veces gélido, impasible, solitario. Entonces, corría a refugiarme a casa de mis abuelos. Mi madre a veces participaba en el juego porque de esa forma me recogía pronto y no andaba espatarrado por las calles.
Pero, hermano lector, no te he dicho cuál era la palabra milagrosa que busco oír después de tantos años. Ah, mi palabra talismán. En los monasterios del Tíbet existen palabras secretas que cambian tu vida. Voy al pueblo sólo para escuchar cómo me dicen ‘Jaimito’. Hay una condición, tiene que decírmelo alguien de aquella generación que conoció y trabajó con el arado romano.
Entonces, escucho “Hola, Jaimito” y es como si huyeran de mí todos mis males. Y vuelvo a ser el niño traste y gandul, que decía mi abuelo. Tiene en mí un efecto liberador, como si de pronto se desalojaran de mi mente los inquilinos indeseables que, como ‘ocupas’, se asientan en los anillos brumosos de mi mente.
Se lo conté a la gitana que me echa las cartas, siempre con sabiduría. Las extendió: “Es una suerte para ti. Cuando escuchas ‘Jaimito’, es como si soplaran en ti los hados protectores. Es tu karma. Una consigna ancestral”.
(Te cuento. Cuando camino por la aldea, también me visita un gemido, un alarido, un suspiro profundo. Tenía yo seis años. Mi tío era el alcalde, aquel anochecer de los sesenta iba de su mano. Anochecía. Todo el pueblo estaba en la plaza. Subimos a un pequeño palco. De pronto, con cierta ceremonia y lentamente, mi tío mueve la palanca. Jamás olvidaré aquel momento. Aquel alarido casi sobrehumano, aquella catarsis colectiva de los que por primera vez salían de la oscuridad y veían cómo las calles se iluminaban).
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