Francisco Lorenzo Amil
TRIBUNA
Lotería y Navidad... como antaño
Como los bichos, uno va buscando refugio. Las calles contenidas. Los rincones manejables. Escondrijos para darle esquinazo a la vida en la ciudad de provincia. Quizá porque la vida en la ciudad de provincia es a la vez maravillosa y agotadora. Está muy bien saberse envejecer junto a tus semejantes en esta cosa rara de estar vivo, pero también es un horror la vigilancia mutua y la cosa entrometida de nuestra especie cuando los grupos humanos son pequeños. Por eso la guarida, el rinconcito, el consuelo. Mis amigos y yo hicimos nuestros los jardinillos del Padre Feijóo hace mucho, por ser un lugar equidistante entre los dos Aurias, la vieja y la nueva, por ofrecer el refugio de las copas perennes de los magnolios y abetos y por sentirnos sofisticados con su aire de jardín decimonónico intocado.
Hay que usar más los jardinillos y saludar a la estatua padre Feijóo cagado por las palomas
Los jardines del Padre Feijóo son muy reclamables. Para empezar, porque no los ha desgraciado, de momento, ningún gobernante iluminado y son, por tanto, un trozo de pasado encapsulado. Y, sobre todo, porque tienen árboles con sombra, algo ya escaso en esta ciudad-horno maravillosa, convertida en isla de calor para la cocción colectiva. Los jardinillos, que es grandilocuente llamarlos así en plural cuando apenas son un humilde parterre, tienen todo el sabor de la vieja ciudad episcopal. Están dispuestos para corregir las cotas entre la calle Lamas Carvajal y Progreso, y su elevación funciona como una atalaya, así que permiten dominar ver sin ser vistos, con el hermoso muro viejo del obispado en uno de los lados y el regalo a los ojos del edificio Simeón, que sigue siendo hermoso por fuera, aunque le hayan hecho un raspado integral en su interior, con una reforma terrible que traiciona al espíritu del edificio (y a la ciudad entera). Son vecinos sobre todo de la maravillosa garrapiñada, de una cafetería seria (los negocios de Auria están mutando hacia golosinas de cartón-piedra) y de la estupenda fuente del rey, de la que no sale agua pero tiene la fuerza de cuando este vividero fue aldea. En los jardinillos uno casi olvida la catástrofe de los viejos sillares desmantalados que empedraron el suelo y al molesto fauno en medio de la calle montado en un pirulo… Aquí se perdona casi todo, quizá porque a la sombra de un árbol, cuando hay un árbol, el corazón se aquieta y los pensamientos florecen.
Hay que usar más los jardinillos y saludar a la estatua padre Feijóo cagado por las palomas. Tal vez, sentarse en el banco de piedra corrido, de cuando las personas se sentaban juntas porque se sabían honestamente vecinas, en el callejoncito que remata en los baños públicos, otro servicio público de primer orden o en la grada de escaleras. Por alguna extraña razón, los bancos de madera y hierro fundido del interior de los jardines han desaparecido y ahora sólo queda uno bajo los magnolios. Esto es preocupante, porque esa hilera de sombra de espaldas al obispado es la mejor de este lugar y es mosqueante que la ciudad cambie silenciosamente, como si los ciudadanos fuéramos amnésicos. Pidamos de vuelta esos bancos, que son de todos. Quizá, quien los mandó sacar no se habrá sentado en ellos nunca y no conoce el gran placer de venir aquí al mediodía, cuando la gente corre al aperitivo y se puede sacar un libro del bolsillo (no siempre hace falta) para dedicarse a respirar este lugar pequeño y coqueto. No hace falta mucho más en los sitios buenos que sencillamente estar. Sentarse en un pequeño jardín ayuda a parar el ruido del mundo. Que así siga siendo.
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