Opinión

El emperador Xi

No solemos darnos cuenta, pero casi el veinte por ciento de los seres humanos soportan aún regímenes comunistas. Y esa ideología incluye su propia extensión universal, paulatina. De esos más de mil seiscientos millones de personas, la inmensa mayoría (más del 80%) son súbditos de la República Popular China. Si ésta no existiera, los pocos regímenes similares ya se habrían extinguido. Como Rusia, China aspira a mantener, en el mejor de los casos, un equilibrio militar con Occidente. En el peor, aspira a devenir la superpotencia solitaria de una larga, en cuyo preámbulo estaríamos hoy. China tiene cinco ventajas: su importancia demográfica, su condición de “fábrica del mundo”, su elevada tenencia de deuda occidental y tercermundista, su poderío militar nuclear y, por último (y esto se suele entender mal en Occidente), su gestión del tiempo: su percepción es de plazos larguísimos y eso descoloca a nuestros dirigentes y estrategas.

Hoy sería necesario añadir una sexta ventaja que ayuda tanto a China como a Rusia: el quintacolumnismo suicida de una parte de Occidente, ideológicamente transversal aunque mucho más representada en los extremos. Son los llamados “realistas” o “neorrealistas” en geopolítica, con el profesor estadounidense John Mearsheimer a la cabeza, y otras corrientes. Postulan un mundo dividido en un puñado de “áreas de influencia”, cada una regentada por un hegemón regional con derecho a influir y disponer en todo el territorio de su “hinterland”: China en Extremo Oriente e Indochina, Rusia en la llamada Eurasia, etcétera. No es difícil encontrar posicionamientos de todas esas corrientes occidentales pidiendo que a China se le entregue Taiwán, o que se le dé mejor acceso al Pacífico. Son las mismas voces que justifican la invasión rusa de Ucrania. Y suelen ser las mismas voces que, cuando el debate se sale de lo geopolítico y aterriza en la gobernanza doméstica, se muestran rabiosamente contrarias a la evolución de la democracia “liberal” o “westminsteriana” desde la Segunda Guerra Mundial, y a la del conjunto de valores predominantes en nuestros países. Echan de menos un Estado más dirigista de la evolución cultural, y lo encuentran en Rusia e, incluso si no les gusta el comunismo, lo reconocen también en China. Esta quinta columna derrotista aprovecha las libertades occidentales para cuestionar y erosionar esas mismas libertades occidentales. Una parte de sus teóricos, en Norteamérica y en Europa, ha acuñado el término “postliberal” para referirse al nuevo espacio ideológico que postula, porque obviamente le molesta la Ilustración y toda la trayectoria occidental desde el liberalismo clásico hasta hoy, trayectoria que hizo realidad el mundo moderno. Su mayor caballo de Troya en Occidente, Viktor Orbán, se decanta por un término parecido, “iliberal”, e invoca una “democracia iliberal” que consiste en imponer la tradición y los valores que supuestamente son propios de la mayoría, e inamovibles, aplastando así a minorías e individuos. El premier húngaro, como toda la nueva derecha radicalizada, identitaria, nacional-populista, tiene simpatías y similitudes, cuando no vínculos, no sólo con Rusia sino incluso con China. Orbán ha sido el primer mandatario en autorizar una universidad del partido único chino en suelo europeo.

Si el XIX Congreso, hace unos años, inauguró la era Xi, apuntando a la entronización de un nuevo Mao, el recién concluido XX Congreso del PCCh ha consolidado esa deriva. En el plano exterior, se confirma la apuesta por seguir comprando países pequeños para expandir la presencia militar china burlando el cerco Okinawa-Taiwán-Filipinas, como ya hemos visto en el caso de las Islas Salomón. Mucho más terrible es la nueva amenaza a Taiwán, que por sus formas vuelve a expresar la nula importancia que tiene para la cúpula comunista la voluntad individual de veintitrés millones de taiwaneses, e incluso sus vidas. En el plano interior, se refuerza el poder del partido y la ilicitud de la discrepancia ideológica, augurando un recrudecimiento de la represión política y también de la etnocultural (Tíbet, Turquestán Oriental…), que no logra ya ocultar su pulsión genocida. Xi, como Putin, es un “bully”, pero, a diferencia del ruso, no tiene prisa y exhibe más inteligencia. El problema de Occidente, desde 1989, es haberse dormido en los laureles. La indolencia y la pereza deben dar paso a la acción o perderemos nuestras libertades. Entre las ventajas antes expuestas, hay una que bien podemos revertir: la comercial. China se revelará como un enemigo con pies de barro si, de pronto, Occidente deja de comprar, provoca una inminente quiebra masiva de la industria china y, a continuación, impone condiciones severas e hitos verificables en materia de derechos humanos y políticos y de contención geoestratégica. Ya va siendo hora de que Occidente reaccione, y la reacción correcta ante el emperador Xi no puede ser dejarnos amedrentar, sino revertir todas las palancas de condicionamiento posibles y calcular bien nuestra siguiente jugada.

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