Opinión

Juan Carlos vuelve a Sanxenxo

En pleno 2022, leer a los monárquicos es emprender un onírico viaje en el tiempo. El editorial de ABC de este miércoles se titulaba nada menos que “A las órdenes de Su Majestad”, expresando sin ambages un grado superlativo de arrodillamiento ante el monarca y de interiorización de toda la parafernalia mítica y mística de la institución. Es lamentable que el editorial de un periódico (no un artículo firmado, sino el editorial) ostente ponerse “a las órdenes” de alguien. Pues vaya un periódico. “Los republicanos no lo podéis entender”, me dicen con frecuencia los monárquicos. Primero esgrimen los argumentos prácticos: falacias como lo de la monarquía más barata de Europa, o como el peligro de tener un presidente poderoso con determinado sesgo ideológico. Cuando se les rebate, no les queda más remedio que reconocer que su apoyo a la monarquía no es racional sino meramente emocional, y que se sitúa en un plano distinto, inasible desde el sentido común. Aducen entonces lo que “representa” el rey, como si en esta época fuera necesario que alguien “representara” determinados valores desde un pedestal del Estado. Incluso recurren a un argumento humillante: el rey y su familia son el “espejo” en el que los plebeyos hemos de mirarnos. Dan ganas de responder algo así como “óigame usted, soy un ciudadano adulto y rechazo el icono televisado de una familia ejemplar en la que “mirarme”, y encima la pago yo con mi brutal sacrificio impositivo; y además, si necesitara semejante bobada, escogería yo la familia-icono que me diera la gana, y tenga usted por seguro que no serían precisamente estos señores tan… ejemplares”. No, no hay argumentos sensatos para mantener la monarquía en este tiempo. La institución es un arcaico vestigio del mundo preliberal. Ahora que algunos hablan, con más anhelo que análisis, de “post-liberalismo”, nada hay más pretérito que esta institución de cartón-piedra.

En puridad, se puede decir que sólo existen monarquías en un puñado de países árabes, en Bhután, en Thailandia y poco más. Lo que tenemos en Europa es, en realidad, una república liberal normal y corriente, pero que, por caprichos de la Historia, ha mantenido como guinda del pastel estatal a una familia con funciones ceremoniales ajenas a todo concurso de méritos, que se heredan de padres a hijos, a veces con discriminación por sexo y siempre por edad. En etapas anteriores de Occidente, digamos que hasta el final de la Guerra Fría, ese pomposo adorno del Estado podía tener cierta gracia. Al turismo le gusta ver el cambio de la guardia londinense, o el más austero de Copenhague. Pero en esta fase actual de la evolución de la gobernanza política, de sus instituciones, de los valores predominantes y, en general, de la cultura occidental, este aparatoso corolario, este rancio estrambote, ya no se sostiene. Lo único bueno que tiene la monarquía es que impide el presidencialismo duro de países como Francia. Pero eso lo resuelve mejor una presidencia ceremonial como la alemana o la italiana (nombradas por mayoría cualificada del parlamento) o incluso la portuguesa (electa), y mucho mejor aún un sistema rotatorio como el suizo o el sanmarinés. San Marino es un país pequeñísimo, anecdótico incluso, pero es el segundo más antiguo del mundo, fundado en el año 301, y es una república. E igual que los suizos, los sanmarineses, si se les pregunta por la calle, ni siquiera saben quién es el jefe del Estado porque hay gran rotación. A fin de cuentas, debería considerarse como “jefes” del Estado a los sufridos contribuyentes que lo sufragan. En San Marino, cada seis meses, el parlamento designa a dos de sus miembros (de partidos enfrentados) como co-jefes de Estado, con el título tradicional de “capitanes regentes”. Oiga, pues es una buena solución. Y barata, mucho más barata que “la monarquía más barata de Europa”.

Vuelve Juan Carlos y cabe preguntarse qué alias regio le reservará la Historia. ¿El Campechano, el Salaz? ¿El Botswano, el Corino? ¿El Bribón, como su barco? Nos recuerda puntualmente el eficacísimo ABC que al emérito le llena de orgullo y satisfacción no tener cuentas pendientes con la Justicia. Toma, como para tenerlas, viendo cómo funcionan aquí ciertas cosas. Quieren los monárquicos poner un cortafuegos en torno al emérito. Que todo lo malo sea ya agua pasada y termine en el regatista de Sanxenxo, dejando inmaculado a su hijo, gerente actual del negocio. Pero no es tan sencillo. Antes de la abdicación tuvo que saber qué pasaba, y calló. Después, no ha contribuido a aclarar las cosas. Recientemente ha publicado su patrimonio y no hay quien se lo crea. El legado de Juan Carlos en Panamá, no lo rechazó formalmente en ese país, sino que hizo una mera acta de manifestaciones ante notario en España, que obviamente no surte efectos en aquel país, y la guardó en un cajón un año entero, hasta que saltó todo. En fin, ese es el “espejo” tan “ejemplar” donde debemos “mirarnos” todos. Feliz regata.

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