Plácido Blanco Bembibre
HISTORIAS INCREÍBLES
Navidad o la fragilidad de Dios
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Poco fui antes de ser por ti niño, después hombre y casi padre al final.
Sí, casi, hay cosas que ni siquiera tú podrías ser capaz de concederme por mucho que te empeñes. No te apures, tengo repleta la reserva de cosas que me diste.
La libertad sobre todo, la de tomar las decisiones basándome en mi propio criterio, aunque no siempre fuese el acertado, enseñándome que la equivocación forma parte del proceso ingrato de seguir adelante. Me enseñaste lo importante de ser yo. Que la envidia, algunas veces, es sana, que en la mayor parte de las ocasiones es mejor vivir caminando, no corriendo. Y fue por ti que no me perdí entre un montón de palabras gastadas, las de ella, las de ellos, las que siempre emplean con pericia de relojero para llevarte hasta allí, hasta el sitio donde hay gritos y donde hay pasos, donde hay miedo.
Que de los gritos conseguimos escapar, que el miedo nos ronda de vez en cuando.
Comprendiste a todos y cada uno de los Isaac que pasaron a tu lado, al que le dijo a su profesora de parvulitos que eras homosexual porque te gustaban los hombres, al que te robó las llaves de la empresa para falsificar las notas de media Universidad Laboral, el que se gastó la mitad de tu sueldo en llamadas telefónicas porque se había enamorado de alguien a quien nunca había visto.
Y aun así comprabas Coca Cola los domingos y hacías filetes rebozados los lunes.
Y nunca preguntabas.
De ti aprendí a tomarme las vacaciones de un minuto, el tiempo necesario para comprobar que el enfado no sirve de nada
No fui nada antes de ser por ti, gracias a ti. Fui Samwell y su amistad desinteresada, fui Schimdt y su compromiso tácito, pero también fui Romeo, amante incondicional de los amores imposibles.
Pero fui porque tú antes fuiste amiga, compañera y amante de otros. Tú también fuiste Julieta y Cece, también fuiste Brienne.
Me enseñaste que la vida no se trata de cuánto. Cuanto dinero tienes, cuantos amigos hay en tu agenda, cuantas prendas cuelgan en el armario. Lo comprendí en todos los números rojos de todos los meses, en las jornadas laborales que se entrelazaban casi como los aros de los collares de imitación que había en tu dormitorio. Lo entendí la noche en que se levantó el techo de casa y mantuviste la calma para que no se notase que no teníamos a donde ir. Mantuviste la calma por fuera, que por dentro, lo sé, los remolinos se te agitaban.
Me diste lo más importante que guardo, la lealtad, sí, la lealtad, aunque ahí afuera se la confundan entre valores fingidos. De ti aprendí a tomarme las vacaciones de un minuto, el tiempo necesario para comprobar que el enfado no sirve de nada.
Que te quedaste sola y sola saliste adelante.
Que yo me quedé solo, pero sin ti no hubiera ido a ninguna parte.
Que te quiero, no solo por ser mi madre. Te quiero simplemente por ser.
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