Iván González Decabo
DIARIO LEGAL
El Supremo pone en la diana al préstamo familiar
En el Libro del Génesis aparece la frase “con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres y al polvo volverás”. En la Biblia, la ceniza y el polvo son símbolos de fragilidad humana, de luto y de arrepentimiento. De hecho, en los primeros siglos del cristianismo, los pecadores que hacían penitencia se cubrían con ceniza para señalar públicamente su contrición.
Durante la liturgia, la comunidad entera oraba por ellos y se les imponía la ceniza como signo de humildad y reconciliación. Hacia el siglo XI, el papa Urbano II fijó este rito para todos los fieles al comienzo de la Cuaresma, después del Carnaval. Desde entonces, el miércoles de ceniza se ha convertido en un símbolo universal para todos los cristianos: se marcan con la ceniza en la frente, como signo de penitencia, representando su fragilidad y la necesidad de conversión.
El gesto no es un simple recordatorio de la muerte, sino una llamada a la transformación interior. Con la imposición de la ceniza se invita a revisar la vida, a desprenderse de lo superfluo y a preparar el corazón para la Pascua. Por eso la ceniza proviene de la quema de los ramos bendecidos el Domingo de Ramos del año anterior, subrayando el vínculo entre muerte, renacimiento y triunfo, propio de la religión cristiana.
En pleno agosto, en Ourense es hoy miércoles de ceniza. Sobre los coches aparcados, sobre la ropa tendida, sobre las barandillas de los balcones se acumula un polvillo grisáceo, traído por un viento que no es caricia, sino ardor. Los rumorosos, convertidos en mosaico de rojo y negro, crepitan con violencia. La tierra sedienta parece ofrecerse a la lumbre para que la habite, más aún cuando gente desalmada le cursa invitación.
Los crueles incendios no se compadecen de esfuerzos ni de súplicas. Avanzan con hambre ciega
Las aldeas observan impotentes la cercanía de las llamas que descienden como animales salvajes por las laderas. Las campanas de las iglesias doblan en silencio por el bosque. Y los habitantes, con el corazón apretado, ven como cada casa se vuelve un bastión frágil, sus ventanas son ojos abiertos al temor. El calor estival que nos impedía dormir placenteramente anunciaba un insomnio mil veces más siniestro que quedaba por venir.
Los crueles incendios no se compadecen de esfuerzos ni de súplicas. Avanzan con hambre ciega. El monte arde y con él se consume también nuestra memoria. El fuego, transformado en bramido, ruge estremeciendo a los valles e imponiendo un nuevo orden donde lo negro se extiende como la tinta con la que se imprime este periódico. El cielo se vuelve un techo opaco, un firmamento oscurecido, aunque sin estrellas.
Pero los pueblos de nuestra provincia, unidos en tan terrible desgracia, descubren también en su unión una fuerza renovada: vecinos que se ayudan, manos tendidas, voces fundidas en un canto silencioso de resistencia y de futuro. Porque, en medio del dolor, se enciende también una llama distinta: de esperanza, de solidaridad, de certeza de que juntos se podrá volver a levantar lo que hoy parece absolutamente desolado y perdido.
Esperemos que, en Ourense, herida pero viva, se abra un mañana de brotes y de luz. Que allí donde las llamas dejen su cicatriz nazca un bosque más sabio, custodiado por quienes han aprendido a escuchar su latido. Así, el verde volverá, más tierno y frágil, pero también más amado. Y el repicar de las campanas no sólo se recordará lo que ardió, sino también lo que renace: la promesa de que la vida puede abrirse paso entre la ceniza.
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