Miguel Anxo Bastos
Extremadura: la clave está a la izquierda
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De las 100 cosas que me dijo, olvidé 93. Puede ser, lo sé, este déficit de atención que me asalta traicionero, que cuando quiero darme cuenta me quedo mirando a las pavías. Las pavías es ese sitio utópico donde dice mi madre que perdí media vida. Pero olvidé todo lo que dijo. Lo que dijo Manu, que siempre andaba de aquí para allá con el radiocasete del coche debajo del brazo, lo que dijo Julia, que a menudo bailaba en vez de caminar. Lo que dijo José, sobre todo, que se empeñaba en enseñarme a actuar con raciocinio. A mí. Que quise apagar un fuego con una botella de DYC.
Olvidé todas esas cosas, creo, porque era la noche de San Juan, y porque había venido con nosotros una amiga nueva que decía llamarse Harmonïa, aunque todos sabíamos que, es probable, se llamase Chus. Venía con Julia, que se conocieron en el festival de Ortigueira, un sitio que queda allá por donde Jesucristo perdió la chancleta. Llegamos a la finca de mis padres en el Ibiza de Manu al final de la tarde. Cuando la luz es amarilla y no hace ni frío ni calor. Cuando mi pueblo, Soutopenedo, es el único lugar donde uno querría vivir.
A las 9, y ya después de algunas cervezas, nos sentamos a cenar alrededor del fuego. Que las tradiciones dicen es mejor no romperlas.
Yo me encargaba de las tiendas de campaña, Julia de la hoguera, José de enfriar las bebidas y Harmonïa de la cena. A Manu lo apodábamos Casper, sentías su presencia, pero desaparecía con frecuencia cada vez que asomaba una tarea.
A las 9, y ya después de algunas cervezas, nos sentamos a cenar alrededor del fuego. Que las tradiciones dicen es mejor no romperlas. Harmonïa contaba lo importante que es experimentar la textura, paladear, que los sabores solo duran un instante. Pero yo, devorador insaciable, ya me había comido tres platos de sus setas con jamón.
Noté algo justo encima de la barriga, un bienestar desconocido que subía por el esternón y me acariciaba las orejas y los pómulos como si me rozasen con el plumero de limpiar el polvo de la estantería del salón.
Harmonïa me susurraba muy cerca de la nuca frases que no acierto a recordar. Me hablaba de ser feliz sin mí, del vacío y el silencio que existe entre las canciones. Domaba mi cabeza atolondrada y agitaba la tranquilidad de mi lenguaje corporal. Y de pronto, el camino que llevaba a aquella casa, que ya no se parecía en nada a la casa de mis padres, era como el horizonte redondeado de una pelota por el que precipitarse.
El fuego oscilaba con un movimiento lascivo. ¿Qué hora es? Me dijo Julia. Las tres de la madrugada. Pero como lo sabes si no tienes reloj. Por el sol Julia, lo sé por el sol. Una llamarada de pronto púrpura se abrió casi de manera bíblica, y el susurro en la nuca El viento no es mi voz, es la tuya. Y salté impulsivo, y el fuego me quemó vivo hasta el calzoncillo.
Qué sé yo, estarían malas aquellas setas con jamón
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