Jorge Vázquez
Por qué el éxito de 2026 no se construye trabajando estos días
TRIBUNA
Habelos, hainos” … Sabido es por el Evangelio que Herodes, rey de Judea, enterado de que los Reyes Magos, habían adorado al Niño, mandó aniquilar a todos los menores de dos años de la ciudad de Belén. Como debía de ser, solo Jesús sobrevivió a la matanza. A esos primeros mártires que daban la vida, mientras el Mesías traía la esperanza al mundo, la iglesia quiso recordarlos estableciendo la festividad de los Santos Inocentes. En el Sacramentario Gregoriano, ya se recoge como el 28 de diciembre, se conmemora la tristeza de la que brotaba la esperanza.
No ya romana sino griega, es la inocentada. Aristófanes menciona “ciertas chascos” -burla o engaño-, que se hacían en su comedia “Celaria Celebrantes”. Pero que esas burletas, se produzcan, en estos días, parecen tener el origen más bien en las fiestas saturnales. Según Macrobio era, en ellas, a finales del mes de diciembre, cuando se les daba licencia a los esclavos para jugar como mejor les pareciese. Posteriormente, los primitivos cristianos, al no poder variar una tradición tan arraigada, le buscaron un acomodo. Así nacen los aguinaldos de Navidad y, también, las inocentadas.
En la Edad Media, la iglesia era consciente de que una vida demasiado fecunda en sinsabores necesitaba de momentos de tregua; un rayo de sol entre la bruma de invierno. Por eso, si bien estuvo, siempre vigilante -a algunas chanzas tuvo que ponerles freno en Concilios-, no obstante, toleró prácticas que enraizaron en ciertos grupos cerrados. Era sonada, por ejemplo, las inocentadas que realizaban los sacristanes y monaguillos, a la hora de acoger a un nuevo miembro. Al último que llegaba lo revestían de cura con casulla, le metían la cabeza en la pila de cristianar y lo ungían con miel, haciéndole creer que, de ese modo, pronto de monaguillo pasaba a ser sacristán. Luego, lo montaban en un verraco y lo paseaban alrededor del templo mientras los compañeros cantaban coplas, esperando a que el párroco le diese la bendición. A despecho del tiempo, la ocurrencia incrementó las inocentadas. Aun poniéndose en guardia, siempre eran una amenaza.
El nuevo Herodes podía ser el padre que quería engañar al hijo; el hijo, al padre; el marido, a la mujer -o viceversa-; el ministro, al oficial; el oficial al ministro… El caso es que pocos han visto pasar, incólumes, el 28 de diciembre. En Ourense, los jóvenes de las familias burguesas organizaban veladas, en las que estrenaban apropósitos -teatro de inocentes-, en la sociedad Liceo Recreo. Ni pasaba desapercibida la festividad para ellos, ni tampoco para la prensa. Los diarios locales advertían, a la vez que participaban, de este tipo de travesuras. El Miño, sin ir más lejos, con el título, “Los inocentes de Navidad” les aconsejaba a los ciudadanos, en especial, a los demandantes de capones, observar cómo estaban castrados para que no les diesen “gato por liebre”. Se les recomendaba que mirasen tanto el color de la carne como las barbillas rojas o los ojos sonrojados del animal. Si sucedía lo primero, era que estaba bien castrado; lo segundo, era prueba evidente de que al menos no estaba bien castrado. Lo cierto era que no todas las aves que se vendían como capones en los días de Navidad, lo eran en realidad. Algunas eran gallos que tenían la cresta cortada. Y, La Región, en Notas locales, desvelaba que el ciudadano estaba tan acostumbrado a ver desfilar por las calles a tantos inocentes que ya todas cuantas tonterías pudiesen hacerse no causaban sorpresa alguna. Había inocentes que creían en los radicalismos de Canalejas y en el catolicismo de Maura. Cándidos, eternamente confiados, que esperaban que los ediles convirtiesen la ciudad en una capital moderna. Inocentes que se fiaban de la palabra de políticos y de los diputados de la nación… La prensa de tirada nacional, tampoco se quedaba atrás. Lo habitual, desde principios del siglo XX, fue utilizar el ingenio como reclamo para la venta. ABC insertaba fotografías que acompañaban a las bromas para dotarlas de credibilidad. Tan pronto podía sentar a políticos rivales encima de una mesa, traer al káiser Guillermo a Madrid en plena guerra para comprar jabón en una perfumería de la Carrera de San Jerónimo, como hacer desaparecer uno de los leones que protegían el Congreso. El tono hiperbólico no parecía restarle verosimilitud al relato. Ni siquiera cuando El Liberal anunció la llegada de un reputado médico a Madrid que curaba la calvicie en pocas horas.
Las inocentadas, habitualmente, no traspasaban los límites de lo lícito. No obstante, en alguna ocasión, en Ourense - a Valle-Inclán, no le hubiese sorprendido-, lo cómico y lo trágico, se dieron cita. Y, lastimosamente, acabó en drama. En 1902, algunos guasones -decía El Miño- no solo le habían enviado a un amigo que había sido, en su juventud, un valiente militar, la esquela de su propio funeral sino también los dependientes de la funeraria con todos los espantosos artefactos de la muerte. El inocente ni estaba preparado como Mozart, para oír su Réquiem, ni tampoco como Carlos V, para escuchar sus propios funerales. Fue tal el varapalo que recibió que le produjo la muerte. Ni siquiera esto fue óbice para que, andando los tiempos, el nuevo Herodes siguiese a la búsqueda de nuevos inocentes.
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