Opinión

Chifladura, tercera noche

Me daría cuenta, pasado el tiempo, de que el menú de aquella casa era fácil de memorizar. Un día eran habas con arroz y al otro día arroz con habas. Habrán pensado que me quejo, pero de eso nada. Los platos de porcelana eran antiguos y con dibujos azul marino. El blanco amarilleaba, claro, pero retenían el cocido dándole un sabor apetitoso. La señora de la cocina me prestaba su trapo de secar para servilleta y aún recuerdo la textura de ese paño de bayeta.

Comencé con cierto temor o con gran respeto a sentarme a la mesa. El primer día todos esperaban que rezase, pero yo no arrancaba. Visto lo visto el abuelo de aquella casa farfullaba una oración que terminaba: “… San Vicente mi pariente que tiene una cruz en la frente…” Así nos arrancábamos a comer y a partir aquel pan negruzco y ya algo apretado. Al día siguiente ya me había preparado mi oración de la mesa con latín al principio y con final de Amén, que a todos les pareció bien.

Mientras comíamos y no siempre a la misma hora hablaban entre ellos de lo que venía o no al caso. Yo ponía cara de interesarme por todo, pero no intervenía porque no tenía ni idea de las lunas, de las podas, de cómo no sé quién había hecho tal cosa… Ya supondrán ustedes que un jovenzuelo si no tiene otra cosa que hacer o incluso si la tuviere, busca la forma de enamorar y así, a lo tonto, a lo tonto, empecé a fijarme en la sobrina que de vez en cuando visitaba la casa.

Ya expliqué en las noches anteriores cómo y por qué la gente, aunque me miraba no me veía. Con ella, con la sobrina, no me ocurría eso y cuando me miraba tenía la clara sensación de que me registraba por dentro, y me entraba un tembleque que no paraba. Ella se dio cuenta y así un día y otro aprovechaba para traer un recado al tío, llevar unas magdalenas a la tía o inventarse cualquier payasada.

Era, o eso me parecía a mí, bellísima. Tenía el talle mínimo y luego subía o bajaba cuajado de corpulencia como esas majas de Goya que traían los libros en sus estampas. Aunque la verdad lo que más me la recordaba era aquella tinaja que tenían a la puerta con sus curvas y sus asas. La nariz menuda, el cuello largo y los ojos grandísimos e inofensivos, tiernos y cordiales. Los labios gordezuelos en aquella su boca algo grande que más que decir palabras las musitaba. 

Los chicos de aquellos pueblos compartían la escuela. Eran listos como el hambre. Aprendían pronto y retenían las tablas y las retahílas de los reyes o de los emperadores de Roma. Un día que aquel chico flacucho y despeinado estaba dándome el verbo amar, se paró de repente y dijo lo más alto que pudo: a propósito, señor maestro fíjese cómo pasa allí, por cerca, la que llaman la Guayaba.

Y yo tonto de remate me puse a mirar por la ventana aquel contoneo de la sobrina de la casa. Se rieron las chicas y los chicos y me reí con ellos pues hasta hacía bien poco yo había sido un estudiante que aprendía el idioma, los versos de Bequer, las matemáticas y ahora era licenciado en miradas.

Aquel tercer día, ya anochecido, descubrí en una oquedad de mi pobre cuarto un mochuelo que me examinaba con sus ojos exagerados. Tuve la sensación, de que, a lo mejor, vete tú a saber, aquel astigmático mochuelo no lo era, sino una paloma que se había posado en mi corazón chiflado.

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