Arturo Maneiro
PUNTADAS CON HILO
El Prestige del Gobierno sanchista
En algo no miente, o no deja de decir lo que piensa, Irene Montero: en su cruzada contra el lenguaje. La ministra de Igualdad no ve en éste la más fabulosa y trascendente conquista del ser humano, pues hay un antes y un después de la primera palabra dicha y entendida, ni un instrumento insustituible para la comunicación y el pensamiento (se piensa hablando con uno mismo), ni una potente máquina de creación y de recreación de la realidad, sino una cosa "que se utiliza para perpetuar el machismo", según expresa la aludida a la menor oportunidad.
No será uno quien niegue que el lenguaje se puede utilizar para eso tan horrible, igual que se utiliza para herir, para mentir o para enamorar, incluso para perpetuar la fatal división entre los sexos que el propio neofeminismo de la ministra proclama, pero tampoco será uno el que avale que a un conjunto de manifestantes se le llame "mogollón de peña", ya sea "in" u "off the record". Ahora bien; eso del mogollón de peña, que sugeriría una cierta menesterosidad idiomática, esconde, en realidad, un doble lenguaje: el que la mayoría de los políticos utilizan para no decir nada, y el que usan, encima, para decirlo mal.
Si la más apreciable funcionalidad del lenguaje radica en su capacidad para transmitir el pensamiento, es lógico que Irene Montero, como tanta gente, lo odie, bien porque se carezca de pensamiento alguno que transmitir, bien porque se prefiera ocultarlo. Tal parece ser el caso de la ministra este último cuando, en conversación informal con la periodista de ETB previa a la entrevista concertada, le comunica, bien que de aquella manera ("superdrásticas", "o sea", "tía"...), que lo que le está diciendo, que la menor asistencia a la manifestación del 8-M lo fue por miedo al contagio del coronavirus, no lo va a decir. Y se lo encasqueta así, sin ahorrarse un adarme de doblez ni de rusticidad: "No lo voy a decir porque no lo voy a decir".
Que lo del 8-M agravara la epidemia, como el mitin de Vox, o los partidos de fútbol que se jugaron con público o los aviones que iban y venían en torno a esa fecha, no lo duda nadie, salvo algunos epidemiólogos para quienes la duda es indispensable y no renunciarían ni a tiros a ella, pero al margen de la contribución de todo eso a la tragedia queda, en un pequeño y escondido lugar, el mal sabor de boca de ser interpelados por servidores públicos que, como Montero, detestan el lenguaje como medio de decir la verdad.
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