Antonio Casado
Cumbre de la desunión europea
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Desde arriba todo se veía muy pequeño. Como cuando subes a un octavo piso y asomas la cabeza por la ventana. La realidad se mueve más despacio, los coches se convierten en puntos diminutos que se deslizan sobre líneas de distintas formas, y las personas pierden el orden.
Yo estaba subido a un primer piso, bueno, casi primer piso, en la casa que mis abuelos tenían en Outeiro Calvo. Se entraba después de subir una escalera de piedra que cruzaba pegada a la fachada. No tenía barandilla, lo que boicoteaba todos los pequeños impulsos que usaba al agarrarme para subir escalones.
A los 4 años un escalón puede suponer media vida.
Los días peores infantilizaba mi madurez prematura para que mi madre me subiera en el colo -el colo, por cierto, es ese sitio que llaman regazo-. Los días mejores utilizaba un sistema de invención propia que se basaba en una mezcla perfecta de gateo, zancada y un porcentaje bastante alto de suerte.
La suerte solía abandonarme a menudo. Al segundo intento. Igual que tú.
Lo más importante no era llegar arriba, al rellano.
Lo que de verdad importaba era mantenerse casi pegado a la pared de entrada. “Non vaia ser o demo” que decía mi abuelo y caer al vacío del patio de piedra donde estaba la cocina. Antes, las cocinas no formaban parte de las casas, como si entrar en una supusiese un martirio.
Sea como fuere, al viento lo odié, y a mi hermano lo seguí queriendo.
Hice caso omiso, claro, y me acerqué al bordillo. Con las puntas de los pies a menos de cinco centímetros de un abismo de pocos metros.
Desde arriba todo se veía muy pequeño. O el pequeño era yo y el mundo seguía igual y, desde allí arriba, había perdido su habitual tamaño espeluznante. Sentí como algo me empujaba. Una mano. Una rama. Un golpe de mala suerte.
A veces nos caemos, sin más. Y está bien.
Me amortiguó una parra sin uvas. Bueno, quizás no fue la parra y sí el alambre donde estaba enredada y un poco abandonada. Al mirar hacia arriba no vi nada, miopía o ansiedad, nunca lo sabré. Y en décimas de segundos sentí caer de nuevo y, como suspendido en el aire, pensé “y si tengo que morir, pues muero”.
No me dolió el golpe en la espalda, o sí me dolió y la excitación del vuelo había adormecido el daño. Mi madre siempre dice que me salvó el buzo de invierno. Miré a los lados y vi como mi tía la más joven salía de la cocina y dejaba caer los platos sobre el suelo de piedra. Petrificada ya no pudo poner la mesa.
Después fundido en negro y una siesta de varias horas.
Mi padre culpó a una inoportuna corriente de aire. Pero todas mis sospechas señalan a la colocación de mi hermano. Allí. Justo detrás de mí. Nunca lo sabré.
Sea como fuere, al viento lo odié, y a mi hermano lo seguí queriendo.
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