José Antonio Constenla
Defensa de la Democracia en tiempos de amnesia
Eso es lo que no saben, o no quieren saber, los que emplean ese nombre para negarlo públicamente en donde no deben, y hasta en los medios de transporte público de las ciudades; y en muchos, con la coletilla de... haz lo que quieras y vive como quieras; que es tanto como decir: como no hay un Dios a quien temer, puedes hacer lo que te se antoje, sin miedo a que te juzgue ese temible juez al que desde niños, la mayoría de los padres nos enseñaron a temer y respetar. Sabemos que desde que los primeros humanos habitaron nuestro mundo, las religiones fueron el primer signo de poder y de temor que instituyeron los primeros grupos étnicos y tribus. Desde siempre las hubo de todas las clases y procedimientos, y casi todas tenían su propio Dios al que temían y veneraban; y muchos hasta el punto de hacerle ofrendas de seres vivos, como de un ser de su misma especie se tratase (así eran de salvajes aunque algunos se creyeran civilizados).
Pero lo curioso de las más extendidas e importantes religiones conocidas, es la similitud en muchos aspectos fundamentales de su doctrina; porque se llame Dios, Jehová, Alá, Osiris, etcétera..., siempre se trata de un ser poderoso sobre todas las cosas, que rige rigurosamente nuestras existencias y todo lo creado. Ese es el fundamento principal de todas las religiones.
Yo creo que cada cual, especialmente los que ya hemos vivido mucho, hemos tenido tiempo a lo largo de nuestra vida y de nuestras vivencias, para pensar en ¡tantas cosas! Y una de ellas es la religión fundamental en la que nos educaron nuestros padres; pero sobre todo, los que a través de los años, de nuestras múltiples lecturas, de nuestros viajes a diferentes países con distintas culturas y religiones, hemos sacado innumerables conclusiones, que tan pronto hemos aceptado, como desechado por otras nuevas. Resultado de lo cual, nuestras creencias no terminaban adecuándose a una definitiva, y generalmente la que más prevalecía era la de que todos los humanos sin excepción, éramos como los vegetales; o sea, nacer, crecer, florecer, multiplicarnos, marchitarnos y desaparecer como todo lo que vive en nuestro planeta.
Y claro, yo también llegué a creer que esto era así; que nuestra vida termina como todo, en la tumba, a pesar de todo lo que nos han dicho sobre la eternidad y lo de que somos a semejanza de Dios; seres privilegiados e inmortales. Pero había algo que siempre me hizo dudar sobre la existencia de ese Dios y nuestro privilegio sobre todo lo existente; la inmortalidad; porque analizando la prodigiosa exactitud y belleza de todo lo creado, y la interminable y extraordinaria magnitud del Universo, la incontable cantidad de astros, galaxias e infinidad de fenómenos cósmicos que conocemos y que aún desconocemos; que yo me he extasiado y admirado contemplando el firmamento en alta mar, en una noche sin nubes y sin luna llena, desde un barco con todas las luces apagadas, yo por lo menos me hacía esta pregunta: ¿Todo esto es lo colosal y genial obra de un ser todopoderoso, o es lo que comunmente se llama la naturaleza en sí y en gran escala? Y naturalmente no encontraba la respuesta. Nadie había regresado de ese más allá del que todos hablan y todos opinan, para decírmelo.
Pero no sé porqué, siempre he respetado la palabra de Dios; ese ser poderoso y tan discutido, del que jamás me he atrevido a opinar y por el que, existiera o no, tenía instintivamente un sumo respeto. Pero hace unos pocos años, sin saber porqué, sí tuve la respuesta, y del modo más impensado y extraordinario. No voy a decirles cómo fue, pero sólo les diré que ahora sí, creó en Él. No lo he visto, no me ha hablado ni sé cómo es pero sé que existe una vida después de la muerte física, porque nuestra alma es inmortal. No sé como es, ni sé nada de nada sobre esa otra vida que nos espera en lo desconocido. Pero sé que existe. Cuando me fue revelado por un ser muy querido, puedo asegurarles, queridos míos, aunque se sonrían y me tachen de semi-descerebrada, que estaba tan despierta y tan cuerda, como ahora mientras escribo todo esto.
Con lo que les cuento no pretendo adoctrinarles, ni infundirles mis propias creencias al respecto; siempre he respetado las creencias y las opiniones ajenas, como deseo que se respeten las mías; pero eso sí, me asquea y me duele que el nombre de Dios, que es el que todos los que profesamos el cristianismo le nombramos así, se utilice pública y tan irrespetuosamente, para hacer prosélitos de un ateísmo sumamente atrevido y permisible. ¿Esos entes esperarán la muerte con la tranquilidad y la limpieza de conciencia con que la esperamos los que siempre respetamos a ese Dios...?
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