Opinión

La muerte en directo

La muerte en directo” es una famosa e imprescindible película de Bertrand Tavernier de finales de los 70, que ya premonitoriamente anunciaba algo que está ocurriendo hoy: la brutal intromisión de los medios de comunicación en la vida privada de las personas. Una intromisión salvaje y sin escrúpulos, sin moral, y cuyos criterios para emitir lo que sea, cualquier cosa, solo se rigen por los índices de audiencia.

En “La muerte en directo” (y recuerden que la película es de los setenta y entonces no había internet, móviles, ni nada parecido) la protagonista, la maravillosa Romy Schneider, es una mujer mayor que padece una enfermedad terminal en un mundo distópico en el que ya no hay enfermedades y la muerte se oculta hasta resultar en la práctica social invisible, inexistente. 

Una cadena de televisión hace un programa que retransmite su agonía en directo mediante un joven reportero, Harvey Keitel, que lleva instalada una cámara en el cerebro y a través de los ojos rueda y graba todos los días de la protagonista. Las imágenes, retransmitidas a la cadena, se emiten diariamente como un reality show que mantiene enganchada a la audiencia, una audiencia para la que las emociones no existen y las enfermedades o la muerte son una rareza e incluso una novedad. Y por eso, por la novedad, son lo único que puede emocionarla aun.

La violación en GH retransmitida en directo a toda España me ha recordado esa película. La muerte en directo, la violación en directo, la enfermedad en directo, el sufrimiento en directo. Bueno, no les voy a contar el final de la película de Bertrand Tavernier por supuesto, pero les recomiendo que lo vean. Es de lo más ilustrativo.

Yo solo he visto dos programas de GH en toda mi vida, los dos primeros que creo se emitieron por los años 2000, no estoy muy seguro, ya no lo recuerdo. Y nunca he vuelto a ver ninguno más. Me pareció en aquel momento un programa a) repulsivo; b) estúpido; c) deleznable; d) insufrible: e) ignorante; f) innecesario e inútil hasta decir basta.

Teniendo en cuenta los datos de audiencia de dicho engendro televisivo se me ocurre al respecto echar mano de una aguda reflexión de Forges en un artículo publicado en El País en los noventa, en el que el gran humorista gráfico que por entonces era presidente de una asociación de televidentes de Madrid, reflexionaba sobre este tema que entonces estaba empezando, la telebasura. No recuerdo sus palabras exactas y no voy a buscarlas ahora que me da pereza, pero más o menos decía algo así: Cuando se hacen públicos los datos del "share" (es decir la audiencia) de un programa, nunca se especifica el porcentaje de esos televidentes que estaban viendo el programa no porque les gustara, sino simplemente porque se quedaron atónitos, paralizados, horrorizados delante de la pantalla ante tanta y tanta bazofia. 

Y aquí queda la reflexión de Forges, que hago mía.

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