Itxu Díaz
CRÓNICAS DE INVIERNO
Prohibido pasear al tigre
LA BELLEZA SIN TESTIGOS
No consiguió Manuel Peña Rey que Valeriano Bozal incluyera, aun en el anexo prometido, el nombre de Xaime Quessada en su volumen del Summa Artis dedicado a la pintura española del siglo XX. No serviría de nada, incluso, la común militancia en el PCE. En el caso de Xaime (Ourense, 1937-2007), pesa también su voluntad de permanecer en la provincia, persistir en el alejamiento de los centros donde el talento es atraído, contrastado y estimulado. Porque Xaime Quessada desarrolló toda su labor, ingente en muchos momentos, sin apenas salir de su ciudad natal y esto, que en sí mismo valoriza lo logrado, establece también el interrogante de lo que le hubiera sido posible hacer en un medio menos cómodo e inmóvil y más abierto a otras influencias alejadas de las concretas coyunturas políticas y los pacatos poderes institucionales y sociales de la época, en Ourense y Galicia.
Tras terminar estudios en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, alguna estancia casi juvenil en París y fugaces visitas a otras ciudades europeas, caso de Florencia; después, puntuales presencias en Madrid o México, Ourense sería para Quessada y para siempre, el alvéolo acogedor desde donde interpretar el mundo e interpelarlo. Ayudaba el asombro y el halago regalado en el terruño, una bohemia confortable y un mercado local cautivo alimentado por las expectativas de la nueva burguesía emergente y las coloreadas habladurías de los círculos de beatas y esmorgantes.
Xaime Quessada, en sus años alumbradores de los sesenta y setenta, fue nacionalista, antes o después también comunista, respetuoso admirador de los muy conservadores Vicente Risco y Otero Pedrayo; pintor figurativo y abstracto; inductor del Volter, la taberna donde algunos intelectuales y artistas de distintas generaciones y tradiciones imaginaron un Ourense revivido de las cenizas del franquismo, hornacina vacía de la Atenas de Galicia de cuatro décadas antes. Fue también la cabeza del grupo de los artistiñas, apelativo que les dedicó Risco y que haría fortuna, junto al escultor Acisclo Manzano y el pintor Xosé Luis de Dios, a los que pronto se añadirían Manolo de Buciños y Virxilio y, aun más tarde, Alexandro y Vidal Souto. Xaime era, en fin, un artista dotado, efervescente, inquieto, listo y con la suficiente energía, información y carisma para pastorear en Ourense un cenáculo de artistas dispuestos a reinterpretar el lirismo atlantista de Risco.
Xaime Quessada fue, sin duda, una de las cabezas visibles de aquella transición festiva que puso un brillo de emoción en la mirada de los mayores y dio el empujón de confianza a los recién llegados. Todos los vientos hinchaban las velas de los creadores de la época. Lo mismo servía el óleo, que el pastel o el aguafuerte; la madera o la piedra; la historia mítica escondida en los bosques e inscrita en los petroglifos, que la invasión romana o la revuelta irmandiña; los retratos italianizantes de las hijas de la burguesía local, como las proclamas para el fin del fascismo y el dogal religioso en forma de minotauros, perros y picos de pájaros. Xaime Quessada entró a saco en esta ferretería, con mano segura y lenguaje iconoclasta, que era lo que aquel tiempo pedía.
El país estaba ávido de novedades, de nuevas generaciones de escritores, poetas y artistas que representaran el momento, el cambio de régimen. Los rastreadores del mercado recorrían el país, las provincias, los diarios y galerías locales, en búsqueda de los creadores que encarnaran el aire del tiempo. En Ourense estaba Xaime Quessada, con todos los sellos de la legitimidad: fundador de la nacionalista Unión do Pobo Galego, junto a Méndez Ferrín; militante comunista; con algún paso por comisaría y la cárcel; admirador de Picasso, crítico con el arte contemporáneo hecho en España; con El Paso, por ejemplo; pintor de grandes formatos donde abundan los desnudos de jóvenes Lolitas, fetichismo de ligueros y transparencias; suelos ajedrezados, pianos, trajes de marinero, parasoles, gramófonos, quinqués, pájaros simbólicos de la sabiduría o del poder amenazante y grandes círculos, que en las mejores ocasiones representan la luna y sus concupiscencias y, en otras, espacios sospechosamente vacíos por puro agotamiento del inventario de cachivaches. Quessada servía a la demanda del artista nuevo. Manejaba, como pocos en Galicia, la retórica de la rebeldía anticastellana, irmandiña, y los saltos desprejuiciados entre la pintura figurativa, donde su capacidad para el dibujo y el color le hacían insuperable, y la abstracción o el expresionismo, donde solo parece impostado.
En Quessada y durante estas décadas de los sesenta y setenta, latía la energía de la juventud que empujaba los pinceles para denunciar la injusticia y para épater les bourgeois. En las obras de Quessada está siempre representada si no la pureza, sí al menos la inocencia, y junto a ella la fuerza impositiva, la amenaza, la violencia y el horror. Un contraste que no admite concesiones; una y el otro se refuerzan en su proximidad. Los niños, tantas veces con traje de marinero, y las ninfas, pernicortas y de anchos muslos, conviven, como en el prostíbulo o las comisarías, con los monstruos, no todos y siempre de rostro humano.
Más allá de la desmesura y la sorpresa de muchas de las telas de estos años, que en un primer instante parecen salidas de las masas gesticulantes de Gericault o Delacroix, para después concretarse en la mirada y el gesto de Velázquez, Goya, Picasso o Bacon, Xaime Quessada dejó una colección de grabados que son un compendio de sus temas y técnica de estos tiempos. Son 57 planchas en 45 láminas, que Akal editó en 1977. Grabados sobre cobre y zinc, al aguafuerte o con punta seca y reproducidos en offset, quizá con el objetivo de servir a aquella idea de acercar el arte al pueblo: eran los tiempos de la “Estampa popular”. Es la carpeta de Imaxen Surreal de Galicia. Xaime no quedaría satisfecho con el resultado y el trabajo nunca se llegó a comercializar. Apenas tiene hoy valor económico y se encuentra con facilidad en las almonedas y librerías de lance.
En el texto que Quessada escribió como proemio de la inusual obra, se dice: “Nas imaxes deste libro, os mitos e a lírica lexendaria marchan paralelos á épica libertaria do meu país na súa loita de clases”. Y es necesaria la explicación que también se aporta: la Imaxen Surreal lo es por “latexar os contidos da imaxen por debaixo da ouxetiva realidade”. Por eso, cada grabado de Quessada, en esta obra, es un trabajo paradójico de minuciosa construcción de la subjetividad, que está hecha de sueños, referencias legendarias, cuentos de aldea, presencias celtas y romanas, saqueos napoleónicos, soutos como testigos del tiempo, fiereza medieval, panteísmo rústico, historia personal, fascismo y garrote vil.
Los grabados, aunque editados en 1977, se realizaron entre 1972 y 1976 y reflejan el ambiente político del momento: final del franquismo, últimos coletazos enrabietados de la dictadura –juicios de Burgos, penas de muerte, represión- y reivindicación de una existencia mítica, apartada y diferenciada de Galicia como nación. La Galicia Surreal es un documento excepcional de una época concreta y crucial, de una memoria personal y una reivindicación de Galicia y sus clases populares. En sus grabados está el horror que pintaron Goya, Picasso y Bacon. La austeridad del blanco, los grises y las profundas zonas oscuras, negras, aportan el dramatismo de un trabajo concienzudo, es decir, hecho a conciencia para ilustrar una misión: la denuncia del conflicto del momento, el fin sangriento de la dictadura, y la posible remisión colectiva, una hermenéutica a través de la larga historia de Galicia, una historia de resistencia. Por ello, la humilde carpeta de cartón barato que el editor Akal diseñó para guardar estas láminas engomadas, es un monumento artístico de primera magnitud en el arte contemporáneo de Galicia y de España en el concreto momento histórico en que se produce. Por fortuna, las planchas originales se guardan en la Fundación Quessada Blanco, junto a algunos de los grabados que Xaime firmó, pero no numeró. Un patrimonio que, por su calidad, singularidad y testimoniar un tiempo concreto, merece ser mejor conocido y preservado.
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