Opinión

Los trabajos y los días

La temática de las castañas en Galicia tiene su poesía, pero también su prosa. En lo que atañe a esta faceta pragmática, del comercio y la pela -asunto que ha interesado mucho a Josep Pla, pero también a Escohotado (como lo ha dejado patente en un reciente libro erudito, pero un tanto rocambolesco, por su exagerado acento mercantilista) resulta de obligada justicia recordar al ourensano José Cuevas, el oficiante mayor y valedor entusiasta de la castaña, que merece un reconocimiento por su encomiable labor. En lo que concierne a la vertiente poética, un gran escritor del país vecino, Miguel Torga, señalaba que la castaña no solo alimenta, sino que también se proyecta en nuestro imaginario colectivo simbolizando una antigua cultura, un viejo mundo todavía no extinto del todo. El castañar o souto tiene connotaciones simbólicas que evocan una sociedad caracterizada por unos vínculos cercanos, el tiempo pausado y un muy aceptable calor humano. Además, remite al núcleo o celme ancestral y rotundo de la tierra. A Pablo Neruda le parecía que dicho fruto emblemático evoca las fuertes raíces, el apego al enraizamiento telúrico. Y es que la castaña es un alimento acrisoladamente cultural, un concentrado de pan de otra clase, combinado con cierto estado de ánimo apacible y se diría que suavemente melancólico. Los erizos que albergan la castaña, velando un sueño de nutritivo alimento, al mezclarse con las hojas húmedas que se han desprendido del árbol conforman el fecundo humus otoñal. Resulta ciertamente placentero respirar el aire que exhalan, que bien puede disponer el ánimo para una buena lectura, por ejemplo, de la obra de Federico García Lorca, para quien la castaña evocaba la paz hogareña. La contemplación magnética del fuego y la intensidad candente de las brasas en que las castañas se asan constituye un ritual pleno de calor humano, grato, tranquilizador, espiritual y fraterno. Y en el magosto en que se comparten, con las manos tiznadas, late la alegría, la intimidad y la empatía propias de la convivencia en buena armonía familiar y amical.

Tornando nuevamente a la prosa, debemos mencionar a Josefa Fernández López, quien señala en una investigación reciente la pluralidad que se registra en el universo de la castaña gallega: de cierto, se constata la existencia de un germoplasma autóctono, que recibe el epíteto de “atlántico”. Pero hay también variedades: la Longal, la casta con mayor resistencia en fresco (aguanta hasta febrero, si bien seca -las dulce pilonga- o congelada, se mantiene todo el año), la Arnadel, caracterizada por una textura particularmente sabrosa, y la Xudia, que es la que consigue una cotización mayor en el mercado.

E pluribus unum: es posible señalar algunas características comunes de las castañas del país, desde luego generalizando mucho. Se suele hacer hincapié en que el ecotipo autóctono posee algunas cualidades diferenciales: la monda exterior, denominada pericarpio, es fina, brillante y luce un atractivo y sobrio color marrón. Es muy de agradecer que la puñetera membrana interior (epispermo), que se adhiere y penetra ligeramente en el fruto, resulte relativamente fácil de pelar. Ya me dirán ustedes si esto no evita que caigamos en la desesperación, por lo que constituye una apreciable ventaja, como lo es también el hecho de que su textura sea firme y no harinosa.

Por cierto, que por lo común, el número de frutos por erizo suele ser de dos, o acaso tres. La mayoría prefiere que el número no sea el mayor, para que no quede menoscabado el volumen de cada unidad, puesto que en esto como en todo lo demás, el tamaño al parecer importa. El abuelo de un informante, residente en O Irixo, destilaba todo un tratado de sabiduría popular concentrado en precisar cuál de las tres piezas resulta preferible para plantar como semilla de un castaño y conseguir así que diese un fruto de tanta calidad como la del árbol de que procede. La preferida para esta operación era la castaña del medio. Un criterio de resonancias clásicas: in medium est virtus.

Pero atención, creen muchos ingenuos que el castaño se da, así como así, como generoso regalo de la naturaleza. Y va a ser que no. Los castiñeiros autóctonos son “cultivares” procedentes de una seleccións operada en el transcurso de los tiempos. La buena castaña era para el que la trabajaba. Requería, por lo tanto, ciertas labores, tales como podar, injertar, abonar (antiguamente, con bosta de ganado) y eliminar la vegetación invasiva. Esto era lo que se llevaba a cabo en los soutos mansos, en los que se conservaban más adecuadamente los árboles, y daban por consiguiente mejores castañas que los espontáneos e incultivados. ¡Había que roelo!

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