Francisco Lorenzo Amil
TRIBUNA
Lotería y Navidad... como antaño
LA BELLEZA SIN TESTIGOS
Acisclo Manzano me esperaba junto a la casa de piedra, bajo la primera ménsula de la solana magnífica. Era la primera vez que nos veíamos, aunque sí habíamos hablado telefónicamente en varias ocasiones, y quizá por eso, el escultor no salió a recibirme hasta la cancilla de hierro y aguardaba junto a la casa, como un can receloso y prudente. Sí me despediría allí fuera un par de horas después, junto a una hermosa fuente a la que él ha dedicado un peto de ánimas. El mundo de Acisclo Manzano en Viduedo es techo, habitación, fuego, taller efímero pero constante y lugar para la reflexión y la memoria. En las paredes casi desnudas, si alguna vez la piedra lo está, cuelgan unas pocas piezas de las últimas hornadas. Un ambicioso proyecto alrededor del Pórtico de la Gloria compostelano y, claro, del maestro Mateo. Barro blanco y tierras del color de la madera de castaño viejo, del país, que el artista moldea con seguridad, con la práctica de décadas y la sabiduría del ojo entrenado. Hay también, sobre la mesa, unas piezas de Acisclo Novo, el hijo, que cuando al final nos acompaña, deja un torrente de informaciones, de referencias que harían pensar en una Galicia ilustrada, atravesada por una ancha y profunda veta de sensibilidad artística, eso sí, un tanto anticonvencional y soterrada.
Decía el polígrafo ourensano que el arte en Galicia se explica, todo él, alrededor del románico y el barroco, y Acisclo sonríe y afirma con todo su pequeño cuerpo
En la conversación con Acisclo padre y a la vista de su proyecto alrededor de Mateo, es imposible no recordar a Otero Pedrayo, aquí en la proximidad de la bocarribeira de Trasalba. Decía el polígrafo ourensano que el arte en Galicia se explica, todo él, alrededor del románico y el barroco, y Acisclo sonríe y afirma con todo su pequeño cuerpo. Cómo nos conmueve encontrar en tantas iglesias medievales de aldea los arcos de medio punto, dispuestos en arquivoltas abocinadas de una puerta románica o surgiendo, de las macizas y redondeadas copas de un souto de castaños, el campanario airoso y campesino del barroco del XVIII. Pero Acisclo Manzano ha sabido entreverar toda esta herencia estética, integrada en el paisaje de Galicia, con otras influencias. No le son ajenas ni la mediterránea y el Fidias de los frisos del Partenón o el Miguel Ángel de Florencia, ni la imaginería castellana de Alonso Berruguete o Gregorio Fernández. Tampoco faltará nunca una mención para José Liste, su primer maestro en la Escuela de Artes y Oficios de Compostela, a despecho de Asorey, ni para Faílde o Henry Moore.
Acisclo Manzano vio la luz en 1940 en la inmediatez de las Burgas, en la confluencia de las Calles Bailén, Barreira, Cervantes y la de la propia Burga. Uno de los corazones de la antigua Auria que aún late aguardando por una ciudadanía respetuosa con lo suyo, con unas gentes que hubieran hecho de la sensibilidad y el buen gusto el norte de su intervención pública, de su responsabilidad cívica. En el pasado de Acisclo, que en una parte no pequeña es el de la ciudad, se produjo esta rara sincronía en que un grupo de personas parecieron representar el espíritu de la época, el zeitgeist. Fue el tiempo del Volter, la taberna de la plaza del Eironciño dos Cabaleiros, redoma de varias generaciones de ourensanos con inquedanzas. El pasado culto, dialogante, inteligente y bienhumorado de la ciudad sigue presente en la cosmovisión de Acisclo. Está, en primer lugar, Xaime Quessada, y Xosé Luis de Dios, os artistiñas fraternos, pero también Vicente Risco y el citado Otero; Carlos Casares y el fotógrafo José Suárez; Blanco Amor y Celso Emilio. Un mundo desaparecido y que justifica, desde hace décadas, este alejamiento físico y sentimental de un presente percibido como agrio, pobre y mezquino.
Acisclo ha trabajado incesantemente con la madera, primer legado del imaginero Liste; pero también el hierro y la piedra. Quizá el barro sea el material que mejor ha expresado el carácter ondulante, sinuoso y sensual del artista. Cuando Acisclo se pone lírico y mediterráneo le salen unos torsos que son como elegantes rúbricas en el aire. Apenas necesita el instante de un movimiento para dejar la impronta del todo. Cuando medita melancólico en el país que tantos años lleva observando, surgen las cabezas y los rostros de la memoria románica, apenas señalados por unos cortes, unas raspaduras a las que con frecuencia el artista les aporta color: el rojo, el oro de un retablo, el azul o el verde. Las superficies de sus arcillas transitan de lo rugoso y estriado a lo redondeado y pulido como el mármol o las tallas barrocas de viejas maderas. El arte de Acisclo transita con naturalidad expresiva de lo terrenal, las formas que pesan, a las formas que vuelan, en imagen del viejo maestro D´Ors. El artista que trabaja y reflexiona en Viduedo, tiene en sus frisos de hierro, en sus placas cerámicas, una irrefrenable tendencia a la representación coral: los profetas y apóstoles ordenados en el Pórtico de la Gloria, y del Paraíso en la catedral ourensana de San Martín, o los grupos de almas en el Purgatorio y ardiendo en las llamas del infierno de los populares petos de ánimas. En una referencia más cercana, no sabría dilucidar qué fue antes: si la iconografía románica de Acisclo o la de los grupos frontales de vendimiadoras y cigarróns del pintor Virxilio Fernández Canedo, alma gemela, también asentado en la cercanía de Tamallancos en su última época.
A Acisclo Manzano, un día de 1980, lo vinieron a visitar a su casa de Viduedo, Román Pereiro y Malena Lepina. Traían de Vigo, tras conciliábulo con el pintor Huete y el escultor Silverio Rivas, una apremiante invitación para que Acisclo se sumara a Atlántica, el emblema que hizo fortuna y que, tomando a Laxeiro como eslabón de engarce histórico, impulsó a toda una nueva generación de artistas plásticos de Galicia. Acisclo prefirió quedarse en su casa, a resguardo de los denuestos que durante años Xaime Quessada vertiría sobre aquellos atlánticos “vendidos a Madrid”. Enredos de familia.
No se arrepiente, Acisclo, de esta y otras decisiones que lo amarraron al terruño y a una quizá excesiva dependencia de los poderes públicos del país. En cualquier caso, los caminos de Atlántica nos permiten ahora, tantos años después, recordar a Paco Leiro, a Manolo Paz y, sobre todo, al ya citado, Silverio Rivas (Ponteareas, 1942): a juicio de Acisclo, el escultor más hondo, más riguroso, más ordenado y coherente del panorama gallego. Manzano tiene la facultad de sintetizar con muy pocas palabras el trabajo de otros artistas o su visión del arte. Recuerda a Oteiza cuando este sostenía en sus manos una de las primeras cabezas de madera de Acisclo y aquel, pensativo, le decía: “me haces viajar”. O cuando considera a Chillida un autor “frío” o expresar que “el arte tiene que parar a la gente, quitarles una sonrisa o hacerles dialogar”, porque “cada obra tiene una persona a la que encontrar”.
A estas alturas, quizá se haya dicho ya, Acisclo Manzano rebosa sabiduría. Sobre el arte y sus cumbres; sobre sus contemporáneos; sobre los materiales que utiliza y el sentido de cada pieza, casi siempre situadas en espacios públicos: al pie de la Burga, o entre los croios del Miño de Ourense; embelleciendo fachadas de edificios de viviendas o centros educativos, como el mural cerámico de Barcia, en la entrada de Compostela. Siempre, pero especialmente en los últimos años, Acisclo dedica mucho tiempo a trabajar y repartir sus Cristos milagreiros. Con el sentido del humor que le caracteriza, recuerda aquel que hizo junto a Manolo Buciños -otro imprescindible- para Vilar de Barrio: “Como éramos de izquierdas, decían que no dábamos emoción”.
Entre la figuración y la abstracción, Acisclo ha mantenido a lo largo de su vida una relación simbiótica con la tierra. Podría ser esta una característica de los artistas, también de los y las poetas y escritores, ourensanos salidos de las catacumbas volterianas. A mayor deshumanización, desmemoria y desmembración social, los espíritus sensibles parecen obligados a recordarnos tanto las raíces de dónde venimos como a mostrarnos el camino de la única posible redención: una a modo de la Canción de la Tierra. En cualquier caso, conviene desterrar toda aspiración redentorista y monumental en la obra y la persona de Acisclo Manzano. Como él dice, “hoy en día hay que tener mucho valor para querer ser artista. Muchos creen que van a salvar el mundo, pero no lo salvas. Te salvas a ti mismo”.
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