Francisco Lorenzo Amil
TRIBUNA
Lotería y Navidad... como antaño
TRIBUNA
Más luces, menos pavo y, posiblemente, menos tostado Ribeiro. Pero año tras año, con distinto envoltorio, aquí y allá, se renace una y otra vez a la esperanza. Hay documentos que apuntan a que la fiesta de Navidad ya se celebraba el 25 de diciembre en Roma en el siglo IV. En ese instante —al menos es lo que atestiguan la mayoría de las teorías—, tanto en Oriente como en Francia y España, el 6 de enero se conmemoraba la Adoración de los Reyes junto con el bautismo de Jesús. No obstante, cuando la capital del Imperio romano introdujo la fiesta de la Epifanía, las demás iglesias decidieron, a su vez, celebrar la fiesta de Navidad como ya venía haciendo la ciudad del Tíber. Y desde entonces… hasta la fecha.
Lo del juego es otra historia. Hay quienes ven su origen, incluso, en los hijos de Noé: parece ser que podrían jugar ya al juego de la morra. Otros, sin embargo, ven más similitudes con lo que ocurría en Roma durante las Saturnales. En diciembre, los magnates repartían billetes o rifas a modo de lotería entre los esclavos. No obstante, de lo que no cabe duda es de cómo en Francia el cardenal Mazarino, a petición de Luis XIV, utilizaba el sistema de la lotería para financiar la beneficencia. Lo mismo hizo, con posterioridad, Carlos III: para no menguar el erario, promovió la Lotería Primitiva. Los fondos iban dirigidos a sostener el Hospital de Madrid pero, del sobrante, se incautaba el Estado. Con posterioridad, esta fue eclipsada por la moderna.
A principios del siglo XX, ni había nación alguna que igualase a los españoles en la fiebre de este juego, ni tampoco a los ourensanos. El sorteo era la tabla redentora que les podía salvar de todas aquellas estrecheces, latentes y manifiestas. La concurrencia, a menudo, se estacionaba frente al local de La Región, ansiosa de contemplar en la pizarra instalada en la fachada los premios más importantes. La prensa asociada acreditaba su actividad informativa transmitiendo el resultado del sorteo con premura, y los ourensanos, lápiz en mano, iban apuntando los números afortunados.
Cada número que aparecía era esperado con ansiedad y, más que ningún otro, el Gordo. Caprichoso, sí; pero, como acontece en la mayoría de las ocasiones, en los 52 primeros años que la Hacienda pública lo había echado a andar —se consideraba 1860 como fecha de la primera lotería de Navidad en su forma actual—, aquel premio ya había caído 13 veces en Madrid y 10 en Barcelona. Sin embargo, no se había dignado visitar todavía 29 provincias, entre las que, lamentablemente, también estaba Ourense. Bien es verdad que, a pesar de todo, cuando la fortuna se desvanecía, de la decepción emergía la sensatez; al menos, uno se contentaba con tener “salud” y amigos.
No fue casualidad que en Francia o en los países sajones, lugares en los que se jugaba a la lotería, se convirtiese en costumbre —cuando la suerte era esquiva— enviar tarjetas de felicitación en época de Año Nuevo y Pascua. Arraigó tanto en aquellas sociedades que fue necesario nombrar carteros de forma extraordinaria en esas fechas para dar abasto al reparto de tantas postales. Fue tal el auge que el olvido podía llegar a suponer una desconsideración o una grosería para quien no la recibía. Trajo más decepciones, en ocasiones, que el sueño roto del Gordo.
Lo que estaba claro era que los días de Navidad se vivían de forma especial, tanto en la Catedral ourensana —donde los cultos adquirían solemnidad— como en los hogares particulares, en los que daba igual llegar con los bolsillos vacíos a San Antón siempre y cuando no faltase el turrón. Evidentemente, antaño como hoy, cada cual festejaba la Navidad desde su realidad. Pero tanto antes como ahora, por lo general, se comía más de lo debido. Ciertamente, unos —los más afortunados— se familiarizaban con el salmón; otros se contentaban con el bacalao, y no faltaba quien era feliz —aunque no tuviera elección— con una sardina.
Sin embargo, todos sin excepción, incluso los reclusos de la cárcel ourensana, disfrutaban de una suculenta comida gracias al obispo, al ayuntamiento o a las suscripciones de Navidad y Año Nuevo. El que más o el que menos adquiría en Casa Romero los más selectos turrones, mazapanes, licores y vinos finos; o degustaba un vino tostado Ribeiro, a pesar de su coste (entre seis y diez pesetas). La demanda de este néctar ribeirano a principios del XX hacía que el trasiego de grandes expediciones de cajas de botellas en la estación de ferrocarril de Ribadavia fuese constante durante estas fiestas.
La Navidad siempre desprendió un halo de esperanza. Y la lotería, en estas fechas tan señaladas, servía para endulzar las amarguras de la vida con la magia de la ilusión. Comprar por unos cuantos reales un billete que luego, por arte de birlibirloque, pudiese hacer a uno rico de la noche a la mañana, seducía ayer y seduce hoy. Luego, cuando los aspirantes a Creso —rey de Lidia famoso por su vasto tesoro— no se veían tocados por la diosa Fortuna, pronto del desengaño emergía el regocijo que sugería la célebre copla del mexicano Manuel Gutiérrez Nájera: “Una heredad en el monte; una casa en la heredad; en la casa… pan y amor; ¡Jesús, qué felicidad!”.
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