Las casitas de aldea junto al hospital

LA CIUDAD QUE TODAVÍA ESTÁ

Publicado: 04 jun 2025 - 07:05

REGUEIRO FOZADO
REGUEIRO FOZADO | JOSÉ PAZ

Auria es un organismo doble. Como todas las ciudades históricas, sucede en dos escenarios paralelos. Uno es el casco viejo, que es la ciudad moral. El otro es el horror: las costuras por donde se ha ido expandiendo la cosa urbana, los barrios de aluvión para la llegada de campesinos alfabetizados, los vivideros torpes y baratos, los intentos de nuevos barrios. Mientras el casco viejo se maltrata sistemáticamente y, o se deja caer o se intenta convertir en una cosa amnésica de cartón piedra, la ciudad nueva, que se ha devorado al resto de la ciudad, es una red improvisada de carreteras sin ley con edificios heterogéneos que compiten en feísmo, sin un estilo unitario, proyectados según el mal gusto del constructor de turno, que casi siempre son albañiles zorros que aprendieron a engañar y casi hasta firmar proyectos. La peor noticia ha sido en tiempos recientes, con la llegada del hormigón, la ventana de aluminio, el voladizo, la piedra de Porriño y demás soluciones apocalípticas. Quizá porque aquí no ha habido nunca decisiones, ni planificación, ni idea de ciudad. Esta cosa que transitamos es un azar siniestro, una improvisación, un pelotazo prolongado donde el vestigio histórico es casualidad y el destino, catástrofe. La mayor parte de lo que se construye es más una pesadilla que una buena idea y cualquier corazón sensible sufre cuando se enciende una hormigonera porque es con toda seguridad para destruir algo bello.

Todavía sobreviven, cerca de esa cosa del hospital bastantes casas campesinas con balcones de piedra y corredores de madera que en otro lugar arreglarían e integrarían al monstruo general para reconocer a su personalidad múltiple.

Pero se puede entrenar al ojo y ecualizar al corazón para reconciliarse con la tragedia. Más que un ejercicio, es casi una terapia para no frustrarse. Se trata de intentar ver lo que ya no está con ilusión y contemplar con ternura lo que aún no se ha llevado la piqueta. Entiendo que todos desarrollamos estos recursos, en las ciudades y en la vida, porque son mecanismos de supervivencia, para seguir sonrientes, para no coger lucha. A mí me recoloca regresar a los rincones donde la ciudad fue aldea y todavía hay señales que lo recuerdan. Justo ahí, en las calles mal proyectadas que tienen edificios en alineaciones distintas, en los solares-huerto, en los muros de piedra seca que antes de avenida fueron camino de carros. Estos jirones de tiempo son importantísimos, porque una ciudad que quiera entender su lugar en el mundo tiene que mirar de frente a su pasado, llevarse bien con quien fue, intentar comprender lo que ha llegado hasta aquí. Todavía sobreviven, cerca de esa cosa del hospital bastantes casas campesinas con balcones de piedra y corredores de madera que en otro lugar arreglarían e integrarían al monstruo general para reconocer a su personalidad múltiple. Hay callejas como la maravillosa Regueirofozado que conservan la estampa campesina y el trazado orgánico en casitas hermosas apelmazadas unas sobre otras, de cuando la vida era así también, apiñada frente al mundo. Estas casas, desaparecerán pronto, si nos fiamos de los edificios sin sabor que ya le son vecinos, pero si seguimos la calle Ramón Puga a través de varias casas deshabitadas (es flagrante que no se cruja a impuestos a todo propietario de una ruina) y varios chalés paletos y sin interés vemos a través de la tapia ese caserón de piedra y paños almagros, con ventanas de guillotina en madera, abierto sobre viejas huertas y con una dignidad fantástica. Son estas casas de los márgenes las que todavía permiten comprender la ciudad que fue. Uno se despide de ellas cada vez que se las cruza, siempre con la misma pregunta: ¿qué haría con este patrimonio popular una ciudad que supiese a dónde va?

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