Plácido Blanco Bembibre
HISTORIAS INCREÍBLES
Navidad o la fragilidad de Dios
La segunda vez que mi padre se fue, yo estaba a punto de ser campeón de ping-pong. Nada importante. Me había anotado a un torneo amateur en una sala de máquinas enfrente de mi colegio el Cisneros.
Que las recreativas siempre siempre se llamaron salas de máquinas.
Lo del ping-pong me vino por él, mi padre, antiguo jugador juvenil. Cuando cumplí los trece decidió que ya era yo adulto suficiente como para compartir cosas juntos. Que antes no creo que me quisiese mucho. A la gente en general le costaba pasar tiempo conmigo. Yo solo era un proyecto de adolescente irritante y un poco hiperactivo. No tan diferente a como soy ahora supongo.
Solo unos años más joven. Menos miope.
Los martes por la tarde íbamos a jugar al Liceo, que entonces ya estaba en plena decadencia generacional, pero guardaba algunas habitaciones llenas de trastos con utilidad. Máquinas de escribir, artilugios deportivos y demás cachivaches que la artrosis de sus socios ya no les permitía ejecutar de manera solvente.
Había un señor, el Etelvino, con los dedos tan enredados, que llevaba al nieto para que le barajase en su turno de la partida y no le llamasen el mano lenta.
Perdí, claro, porque ni mi rival resultó ser tan malo ni yo tan bueno
Los combates de ping-pong con mi padre duraron lo mismo que el último mes de clase. Cuando la vida ya está casi decidida. No la mía, que había aprobado todo menos Educación Física y tenía que presentarme a suficiencia.
Y eso que el deporte se me daba bien, que a mi padre le ganaba a menudo. Al terminar la decimonosecuanta partida siempre me agarraba del cuello y decía que aflojaba el ritmo a propósito para hacerme sentir mejor. No me importaba perder o ganar.
Estaba con mi padre. Suficiente para mí.
La final del torneo coincidió con el examen de suficiencia. El cual, por cierto, aprobé sin el menor esfuerzo. Ya sabía que mi contrincante era mucho peor que yo, y la idea de que mi padre me viera ganar algo me oprimía un poco la boca del estómago. Como cuando te daban un balonazo en el recreo y respirar dolía.
Esa tarde decidió que era el mejor momento para contarme que, por segunda vez, se iba, ahora a vivir a otro país. De manera indefinida. Destrozando mi idea genial de empezar a quererle. Reafirmando mi infelicidad infantil de niño invisible.
Adiviné que no vendría a verme jugar la final. Consideró en su razonamiento narcisista de adulto independiente que no era necesaria la asistencia. Que, total, ya sabíamos que yo iba a ganar.
Perdí, claro, porque ni mi rival resultó ser tan malo ni yo tan bueno. Porque yo solo quería querer a mi padre y no podía. Porque en un despiste, con la mano izquierda, la inútil, me apoyé en el tablero en el último punto. El que mata.
La segunda vez que mi padre se fue, se fue para siempre.
Contenido patrocinado
También te puede interesar
Plácido Blanco Bembibre
HISTORIAS INCREÍBLES
Navidad o la fragilidad de Dios
Jesús Prieto Guijo
LA OPINIÓN
Parricidio en El Palmar
Mariluz Villar
MUJERES
Hablar con Sophia
Fernando Lusson
VÍA DE SERVICIO
Contumacia en el error
Lo último
MÚSICA E BAILE POPULARES
O Festival Rebulir cumpre 20 anos como garante de cultura e tradición
PRAZA DE ABASTOSA
O mercado de Nadal de Celanova, estímulo para o consumo local
MANUEL FERRADÁS
Ferradás: una estirpe a golpe de cuchillo en O Carballiño