El colegio Curros Enríquez

LA CIUDAD QUE TODAVÍA ESTÁ

Publicado: 10 sep 2025 - 01:05

CURROS ENRÍQUEZ
CURROS ENRÍQUEZ | JOSÉ PAZ

Cuando la arquitectura empeora, la sociedad también empeora. Cada edificio, cada ruina, tiene la cara y el espíritu de quienes lo han puesto en pie y debería ser, además de un recordatorio de cuando las cosas eran bellas, el aviso de la fealdad que nos ahoga, de todo lo que rima con desastre. Nos ha tocado vivir entre edificios horribles, materiales baratos, especulación sin alma y una mediocridad insoportable. Y esto no es una romantización del pasado, me temo. Es pura realidad. En nuestra querida Auria, como en la práctica totalidad del país, casi todo lo construido después de los años sesenta es un horror. Deberíamos demoler sin piedad toda esa gañanada de hormigón, voladizos y cutrerío con que nos han uniformado esa tríada perversa de constructores, alcalduchos y arquitectos, que no son entes desgajados de la sociedad, sino el reflejo de la sociedad misma. Es así. Somos feos. Qué le vamos a hacer.

Sería cabal fundar unas brigadas de belleza para derribar sin contemplaciones el ensanche y los barrios de aluvión e intentar refundar este lugar desde sus cascotes. Pero como no somos ni tan ricos ni tan valientes como para cumplir este sueño, podemos centrarnos en encontrar la belleza y la armonía en lo anterior, que es casi siempre mejor y más honesto. Y, de paso, intentar buscarle la gracia a este pegote amorfo que es la ciudad nueva. El pasado no se puede inventar, y habría que dar la vida por la última moldura de yeso, por la ventana de madera que aún sobrevive, por las baldosas que todavía no han conseguido derribar. Quizá sea ese el ejercicio. Intentar ver lo hermoso que aún nos rodea y confiar en la transformación de los corazones que tiene la belleza.

Una presencia para la cordura en esa calle siniestra que da a esa cosa aún más siniestra, el centro comercial

Pienso en los chavales que estudian en el colegio Curros Enríquez, que están ya medio salvados, como lo están los vecinos que orillan este edificio sabroso. Si el instituto Otero Pedrayo es el único instituto hermoso de la ciudad, su equivalente en belleza y proporción es este pequeño colegio de arquitectura escolar republicana de los años treinta. Un edificio como un caserón indiano, como los emigrantes que soltaron el parné para que fuera una realidad, en tres cuerpos sobre un podio: uno central con hermosa galería y dos simétricos, (pabellón de niños y de niñas), con terraza y fantástica carpintería con arcos de medio punto. Un colegio perimetrado por una preciosa verja de hierro y piedra y, en su día, con árboles exóticos que le daban un puntito de jardín botánico. De cuando las cosas se hacían bien porque la enfermedad del dinero no lo había gangrenado todo y los materiales (y quizá las personas) eran también nobles. El colegio ha sabido encajar la cosa de los años, escondiendo un cuerpo contemporáneo en la parte de atrás de la parcela según iba necesitando espacio, algo milagroso, porque podrían haberlo demolido todo impunemente y dejar de ser el farol de esperanza en este ala de casas. El resto de intervenciones/destrucciones, como la fatal carpintería de aluminio, la horrible verja antibalones o el encementado impío del anterior suelo de zahorra son hasta perdonables, porque en una sociedad de piqueta fácil empeñada en destruir toda memoria, indultar a un edificio histórico es toda una hazaña que merece ser reconocida. Así que ahí está el colegio, honesto, silencioso, perdurable. Una presencia para la cordura en esa calle siniestra que da a esa cosa aún más siniestra, el centro comercial. Un colegio que enseña desde su calma cuál es el lado mejor de esta ciudad y cuáles sus mejores aspiraciones. Bendita lección.

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